Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
La gente sigue a Jesús por interés o por una palabra de consuelo. Aunque la pureza de intención no sea total, perfecta, es importante seguir a Jesús, ir tras Él. La gente estaba atraída por su autoridad, por las cosas que decía y cómo las decía: se hacía entender. Y curaba: mucha gente iba tras Él para hacerse curar.
Es verdad que algunas veces Jesús regañaba a la gente que le seguía porque estaba más interesada en una conveniencia que en la Palabra de Dios. Otras veces la gente quería hacerlo Rey, porque pensaba: ¡Este es el político perfecto!, aunque se equivocaban y Jesús se iba, se escondía. Pero el Señor se dejaba seguir por todos, porque sabía que todos somos pecadores. El problema más grande no eran los que seguían a Jesús, sino los que se quedaban quietos: ¡Los quietos! Esos que estaban al borde del camino, mirando. ¡Sentados! Estaban sentados allí algunos escribas: esos no le seguían, solo miraban. Miraban desde el balcón. No caminaban por la vida: ¡balconeaban la vida! ¡Nunca se arriesgaban! Solo juzgaban. Eran los puros, y no se mezclaban. Hasta sus juicios eran fuertes. En su corazón pensaban: ¡Qué gente tan ignorante! ¡Qué gente tan supersticiosa! Y cuántas veces también nosotros, cuando vemos la piedad de la gente sencilla nos viene a la cabeza ese clericalismo que hace tanto daño a la Iglesia. Esos eran un grupo de quietos: los que están allí, en el balcón, miraban y juzgaban. Y hay otros quietos en la vida, como aquel hombre que llevaba 38 años cerca de la piscina: quieto, amargado por la vida, sin esperanza, y digería su propia amargura: también ese es otro quieto, que ni seguía a Jesús ni tenía esperanza.
En cambio, la gente que seguía a Jesús se arriesgaba para encontrarlo, para hallar lo que querían. Estos de hoy se arriesgan cuando hacen el agujero en el techo: se arriesgan a que el dueño de la casa les ponga un pleito, les lleve al juez y les haga pagar. Se arriesgaron, pero querían llegar hasta Jesús. Y aquella mujer enferma desde hacía 18 años también se arriesgó cuando a escondidas quería tocar solo la orla del manto de Jesús: se arriesgó a pasar vergüenza. Arriesgó: quería la salud, quería llegar a Jesús. Pensemos también en la Cananea: ¡las mujeres arriesgan más que los hombres! Eso es verdad: ¡son más valientes! Y eso hay que reconocerlo. La Cananea, la pecadora en la casa de Simón, la Samaritana… todas se arriesgan y encuentran la salvación. Seguir a Jesús no es fácil, ¡pero es bonito! Y siempre se arriesga. Muchas veces hasta parecemos ridículos. Pero se encuentra lo que de verdad cuenta: tus pecados te son perdonados. Porque detrás de la gracia que pedimos –la salud o la solución a un problema o lo que sea– están las ganas de ser curados en el alma, de ser perdonados. Todos sabemos que somos pecadores. Y por eso seguimos a Jesús, para encontrarlo. Y nos arriesgamos.
Preguntémonos: ¿Yo me arriesgo, o sigo a Jesús siempre según las reglas de la compañía de seguros, preocupados por no hacer esto o aquello? ¡Así no se sigue a Jesús! Así se permanece sentados, como los que juzgaban. Seguir a Jesús, porque necesitamos algo, o seguir a Jesús arriesgando, significa seguir a Jesús con fe: eso es la fe. Fiarse de Jesús, y con esa fe en su persona aquellos hombres hicieron el boquete en el techo para poner la camilla delante de Jesús, para que Él pudiese curarlo. ¿Me fio de Jesús, confío mi vida a Jesús? ¿Estoy en camino tras Jesús, aunque haga el ridículo alguna vez? ¿O me quedo sentado, mirando lo que hacen los demás, mirando la vida, o estoy sentado, con el alma ‘sentada’ –digamos así–, con el alma encerrada por la amargura, por la falta de esperanza? Cada uno puede hacerse hoy estas preguntas.