Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
El proverbio que menciona el Señor en el Evangelio de hoy (Mt 11,16-19) es como esos niños a los que se les ofrece una cosa y no les gusta; les das lo contrario y tampoco lo quieren. Es la insatisfacción del pueblo, que nunca está contento. También hoy hay cristianos insatisfechos —muchos— que no consiguen entender lo que el Señor nos enseña, no logran comprender el meollo de la revelación del Evangelio. También hay sacerdotes insatisfechos que hacen mucho daño. Viven insatisfechos buscando siempre nuevos proyectos, porque su corazón está lejos de la lógica de Jesús, y por eso se quejan o viven tristes.
La lógica de Jesús, por el contrario, debería dar plena satisfacción a un sacerdote. Es la lógica del mediador. Jesús es el mediador entre Dios y nosotros. Nosotros debemos tomar el camino de mediadores, no el otro que se parece mucho pero no es lo mismo: intermediarios. El intermediario hace su labor y cobra: ¡nunca pierde! Totalmente distinto es el mediador. El mediador se entrega a sí mismo para unir las partes, da la vida, su vida, y ese es el precio: su propia vida, paga con su vida, su cansancio, su trabajo, tantas cosas, pero —en el caso del párroco—, para unir la grey, para unir a la gente, para llevarla a Jesús. La lógica de Jesús como mediador es la lógica de anonadarse a sí mismo. San Pablo, en la carta a los Filipenses, es claro sobre esto: se anonadó a sí mismo, se vació —pero para lograr esa unión— hasta la muerte, y muerte de cruz. Esa es la lógica: vaciarse, anonadarse.
El sacerdote auténtico es un mediador muy cercano a su pueblo; el intermediario en cambio hace su trabajo y luego otro, siempre como funcionario, y no sabe qué significa ensuciarse las manos en la realidad. Por eso, cuando el sacerdote cambia de mediador a intermediario no es feliz, está triste. Y busca un poco de felicidad en hacerse ver, en hacer sentir su autoridad.
A los intermediarios de su tiempo, Jesús decía que les gustaba pasearse por las plazas para hacerse ver y honrar. Y también para hacerse importantes, los sacerdotes intermediarios toman el camino de la rigidez: tantas veces, distantes de la gente, no saben qué es el dolor humano; pierden lo que habían aprendido en su casa, con el trabajo de su padre, de su madre, del abuelo, de la abuela, de los hermanos… Pierden esas cosas. Son rígidos, esos rígidos que cargan sobre los fieles tantas cosas que ellos no llevan, como decía Jesús a los intermediarios de su tiempo. ¡La rigidez! Fusta en mano con el pueblo de Dios: Eso no se puede, eso no se puede… Y mucha gente que se acerca buscando un poco de consuelo, un poco de comprensión, es despachada con esa rigidez.
Sin embargo, la rigidez no se puede mantener mucho tiempo, totalmente. Y fundamentalmente es esquizoide: acabará apareciendo rígido, pero por dentro será un desastre. Y con la rigidez, la mundanidad. Un sacerdote mundano, rígido, es un insatisfecho porque ha tomado el camino equivocado. Sobre rigidez y mundanidad, me pasó hace tiempo que vino a verme un anciano monseñor de la curia, que trabaja, un hombre normal, un hombre bueno, enamorado de Jesús, y me contó que había ido a Euroclero a comprarse un par de camisas y vio ante el espejo a un joven —él piensa que no tenía ni 25 años, o era un cura joven o seminarista— delante del espejo, con un abrigo grande, largo, con terciopelo y cadena de plata, y se miraba. Luego cogió una teja, se la puso y se miraba. Un rígido mundano. Y aquel sacerdote —es sabio aquel monseñor, muy sabio— logró superar el dolor, con una broma de sano humor y añadió: ¡Y luego dicen que la Iglesia no permite el sacerdocio a las mujeres! Así que el sacerdote, cuando se vuelve funcionario, acaba haciendo el ridículo, siempre.
En el examen de conciencia considerad esto: ¿hoy he sido funcionario o mediador? ¿Me he protegido a mí mismo, me he buscado a mí mismo, mi comodidad, mi orden, o he dejado que la jornada fuese al servicio de los demás? Una vez, una persona me decía que reconocía a los sacerdotes por la actitud con los niños: si saben acariciar a un niño, sonreír a un niño, jugar con un niño… Es interesante esto porque significa que saben abajarse, acercarse a las cosas pequeñas. En cambio, el intermediario está triste, siempre con esa cara triste o muy seria, cara oscura. El intermediario tiene la mirada oscura, ¡muy oscura! El mediador está abierto: la sonrisa, la acogida, la comprensión, las caricias.
Así pues, propongo tres “iconos” de sacerdotes mediadores y no intermediarios. El primero es el gran Policarpo que no regatea su vocación y va valiente a la pira y cuando el fuego viene en torno a él, los fieles que estaban allí, sintieron el olor del pan. Así acaba un mediador: como un trozo de pan para sus fieles. El otro icono es San Francisco Javier, que muere joven en la playa de San-cian, mirando a China donde quería ir, pero no podrá porque el Señor se lo lleva consigo. Y luego, el último icono: el anciano San Pablo en las Tres fuentes. Aquella mañana, temprano, los soldados fueron a buscarlo, lo prendieron, y él caminaba encorvado. Sabía perfectamente que eso era por la traición de algunos dentro de la comunidad cristiana, pero él luchó tanto, tanto, en su vida, que se ofrece al Señor como un sacrificio. Tres iconos que pueden ayudarnos. Miremos ahí: ¿cómo quiero acabar mi vida de sacerdote? ¿Como funcionario, como intermediario o como mediador, es decir, en la cruz?