Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
Hemos leído el Evangelio de la oveja perdida (Mt 18,12-14), con la alegría por el consuelo del Señor que nunca deja de buscarnos. Él viene como juez, pero un juez que acaricia, un juez lleno de ternura: ¡hace lo que sea para salvarnos! No viene a condenar sino a salvar, nos busca a cada uno, nos ama personalmente, no ama la masa indeterminada, sino que nos ama por el nombre, nos ama como somos. La oveja perdida no se perdió porque no tuviera la brújula en la mano. Conocía bien el camino. Se perdió porque tenía el corazón enfermo, cegado por una división interior, y huye para alejarse del Señor, para saciar ese vacío interior que la llevaba a la doble vida: estar en la grey y escapar en la oscuridad. El Señor sabe esas cosas y va a buscarla.
La figura que más me ayuda a entender la actitud del Señor con la oveja perdida es el comportamiento del Señor con Judas. La oveja perdida más perfecta en el Evangelio es Judas: un hombre que siempre, siempre tenía algo de amargura en el corazón, algo que criticar de los demás, siempre distante. No conocía la dulzura de la gratuidad de vivir con todos los demás. Y siempre, como esa oveja no estaba satisfecha —¡Judas no era un hombre satisfecho!—, se escapaba. Se escapaba porque era ladrón, y se iba por ahí, él solo. Otros son lujuriosos, otros… Pero siempre se escapan porque tienen esa oscuridad en el corazón que le separa de la grey. Es esa doble vida, la doble vida de tantos cristianos, incluso —con dolor lo digo— curas, obispos… Y Judas era obispo, uno de los primeros obispos. La oveja perdida. ¡Pobrecillo! Pobrecillo ese hermano Judas, como lo llamaba don Mazzolari*, en aquel sermón tan bonito: Hermano Judas, ¿qué pasa en tu corazón? Debemos comprender a las ovejas perdidas. También nosotros tenemos siempre alguna cosita, pequeña o no tan pequeña, de las ovejas perdidas.
Lo que hace la oveja perdida no es tanto un error sino una enfermedad que tiene en el corazón y que el diablo aprovecha. Así, Judas, con su corazón dividido, disociado, es la imagen de la oveja perdida que el pastor va a buscar. Pero Judas no entiende y al final, cuando ve lo que su doble vida ha hecho en la comunidad, el mal que ha sembrado con su oscuridad interior, que le llevaba a escapar siempre, buscando luces que no eran la luz del Señor sino luces como adornos de Navidad, luces artificiales, se desesperó. Hay una palabra en la Biblia —el Señor es bueno, incluso con estas ovejas, nunca deja de buscarlas—, hay una palabra que dice que Judas se ahorcó, se arrepintió y se colgó (Mt 27,3). Yo creo que el Señor tomará esa palabra y la llevará consigo, no sé, puede ser, pero esa palabra nos hace dudar. ¿Qué significa esa palabra? Que hasta el final el amor de Dios trabajaba en aquella alma, hasta en el momento de la desesperación. Y esa es la actitud del buen pastor con las ovejas descarriadas. Ese es el anuncio, el alegre anuncio que nos trae la Navidad y que nos pide ese sincero alborozo que cambia el corazón, que nos lleva a dejarnos consolar por el Señor y no por los consuelos que vamos a buscar para desfogarnos, para huir de la realidad, de la tortura interior, de la división interior.
Jesús, cuando encuentra a la oveja perdida no la insulta, aunque haya hecho tanto daño. En el huerto de los olivos llama a Judas “amigo”. Son las caricias de Dios. ¡Quien no conoce las caricias del Señor no conoce la doctrina cristiana! ¡Quien no se deja acariciar por el Señor está perdido! Ese es el alegre anuncio, ese es el sincero alborozo que hoy queremos. Esa es la alegría, ese es el consuelo que buscamos: que venga el Señor con su poder, que son las caricias, a encontrarnos, a salvarnos, como a la oveja perdida, y a llevarnos al rebaño de su Iglesia. Que el Señor nos dé esta gracia de esperar la Navidad con nuestras heridas, con nuestros pecados, sinceramente agradecidos, de esperar el poder de ese Dios que viene a consolarnos, que viene con poder, pero que su poder es la ternura, las caricias que nacen de su corazón, de ese corazón tan bueno que dio la vida por nosotros.