Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
El desierto florecerá, los ciegos verán, los sordos oirán. La Primera Lectura, del Profeta Isaías (35,1-10), nos habla de renovación. Todo cambiará: de feo a bonito, de malo a bueno. Un cambio a mejor: eso era lo que el Pueblo de Israel esperaba del Mesías. Y Jesús, si nos fijamos en el Evangelio de hoy (Lc 5,17-26), curaba, mostraba una vía de cambio a la gente, y por eso la gente le seguía. No le seguían porque estuviera de moda: le seguían porque el mensaje de Jesús llegaba al corazón. Y además el pueblo veía que Jesús curaba, y le seguían también por eso. Pero lo que hacía Jesús no era solo un cambio de feo a bonito, de malo a bueno: Jesús hizo una trasformación. No es un problema de poner bonito, no es un problema de maquillaje, de disfrazar: ¡lo cambió todo desde dentro! Cambió con una recreación: Dios creó el mundo; el hombre cayó en pecado; y vino Jesús a recrear el mundo. Ese es el mensaje, el mensaje del Evangelio, que aquí se ve claro: antes de curar a aquel hombre, Jesús perdona sus pecados. Va allí, a la recreación, recrea a aquel hombre de pecador a justo: lo recrea como justo. Lo hace nuevo, totalmente nuevo. Y eso escandaliza: ¡eso escandaliza!
Por eso, los Doctores de la Ley empezaron a discutir, a murmurar, porque no podían aceptar su autoridad. Jesús es capaz de hacernos —a nosotros pecadores— personas nuevas. Es algo que intuyó la Magdalena, que estaba sana, pero tenía una llaga dentro: era una pecadora. Intuyó que aquel hombre podía curar no solo el cuerpo, sino la llaga del alma. ¡Podía recrearla! Y para eso hace falta mucha fe.
Que el Señor nos ayude a prepararnos a la Navidad con gran fe, porque para la curación del alma, para la curación existencial, para esa recreación que trae Jesús, hace falta mucha fe. Ser transformados: esa es la gracia de la salvación que nos trae Jesús. Y hay que vencer la tentación de decir: yo no puedo, y dejarnos en cambio transformar, recrear por Jesús. Ánimo es la palabra de Dios. Todos somos pecadores, pero mira la raíz de tu pecado y deja que el Señor vaya allá y la recree; y esa raíz amarga florecerá, florecerá con las obras de justicia; y tú serás un hombre nuevo, una mujer nueva. Pero si decimos: Sí, sí, tengo pecados; voy, me confieso… dos palabritas, y luego sigo así…, entonces no me dejo recrear por el Señor. ¡Solo dos pinceladas de pintura y creemos que con eso se acaba la historia! ¡No! Mis pecados, con nombre y apellidos: he hecho esto, esto, esto, y me avergüenzo con todo mi corazón. Y abro el corazón: Señor, lo único que tengo. ¡Recréame! ¡Recréame! Y así tendremos el valor de ir con verdadera fe —como hemos pedido— a la Navidad.
Siempre intentamos esconder la gravedad de nuestros pecados. Por ejemplo, cuando disminuimos la envidia. ¡Y eso es feísimo! ¡Es como el veneno de la serpiente que quiere destruir al otro! Hay que ir al fondo de nuestros pecados y luego dárselos al Señor, para que él los borre y nos ayude a avanzar con fe. Había un santo, estudioso de la Biblia, que tenía un carácter muy fuerte, con muchos ataques de ira y que pedía perdón al Señor, haciendo muchas renuncias y penitencias. Ese santo, hablando con el Señor, decía: ¿Estás contento, Señor? –¡No! –¡Pero te lo he dado todo! –No, te falta algo… Y ese pobre hombre hacía otra penitencia, otra oración, otra vela: Te he dado esto, Señor. ¿Voy bien? –¡No! Te falta algo… –Pero, ¿qué me falta, Señor? –¡Faltan tus pecados! ¡Dame tus pecados! Esto es lo que, hoy, el Señor nos pide: ¡Ánimo! Dame tus pecados y yo te haré un hombre nuevo y una mujer nueva. Que el Señor nos dé fe, para creer en esto.