Homilía del papa Francisco en Santa Marta
En el Evangelio de hoy (Lc 19,45-48) Jesús expulsa a los mercaderes del Templo que han transformado la casa de Dios, un lugar de oración, en una cueva de ladrones. El Señor nos hace entender dónde está la semilla del anticristo, la semilla del enemigo, la semilla que arruina su Reino: el apego al dinero. El corazón apegado al dinero es un corazón idólatra. Jesús dice que no se puede servir a dos señores, a dos patrones, a Dios y al dinero. El dinero es el “anti-Señor”.
Pero nosotros podemos escoger entre el Señor Dios, la casa del Señor Dios, que es casa de oración, el encuentro con el Señor, con el Dios del amor; y el señor dinero, que entra en la casa de Dios, siempre procura entrar. Y los que hacían los cambios de monedas o vendían cosas, alquilaban esos puestos. A los sacerdotes se los alquilaban, y así entraba dinero. Ese es el señor que puede arruinar nuestra vida y nos puede llevar a acabar mal nuestra vida, incluso sin felicidad, sin la alegría de servir al verdadero Señor, que es el único capaz de darnos la auténtica alegría.
Es una elección personal. ¿Cómo es vuestra actitud con el dinero? ¿Estáis apegados al dinero? El pueblo de Dios, que tiene un gran olfato tanto para aceptar y canonizar como para condenar —porque el pueblo de Dios tiene capacidad de condenar— perdona tantas debilidades, tantos pecados a los curas; pero hay dos que no perdona: el apego al dinero —cuando ve al cura apegado al dinero, eso no lo perdona—, y el maltrato a la gente —cuando el cura maltrata a los fieles—: eso el pueblo de Dios no puedo digerirlo, y no lo perdona. Las demás cosas, las otras debilidades, los otros pecados… sí, no están bien, pero el pobre hombre está solo…, y procura justificarlo. Pero la condena no es tan fuerte ni definitiva: el pueblo de Dios ha sabido entender eso. El estado de señor que tiene dinero y lleva al sacerdote a ser dueño de un negocio o príncipe… ¡eso no!
Acordaos de los terafim, esos ídolos que Raquel, la mujer de Jacob, tenía escondidos. Es triste ver a un sacerdote que llega al final de su vida, que está en agonía o en coma, y los sobrinos como buitres alrededor, a ver qué pueden llevarse. Dadle ese gusto al Señor: un verdadero examen de conciencia. Señor, ¿eres tú mi Señor o lo es este —como Raquel— terafim escondido en mi corazón, el ídolo del dinero? Y sed valientes, sed valientes. Tomad decisiones. Dinero suficiente, el que tiene un trabajador honrado, y ahorro suficiente, el que tiene un trabajador honrado. Pero no es lícito —sería una idolatría— buscar los intereses.
Que el Señor nos conceda a todos la gracia de la pobreza cristiana. Que el Señor nos dé la gracia de la pobreza de los obreros, de los que trabajan y ganan lo justo y no buscan más.