Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
La santidad no se compra. Ni la ganan las mejores fuerzas humanas. No, la santidad sencilla de todos los cristianos, la nuestra, la que debemos lograr todos los días, es un camino que solo se puede recorrer si la sostienen cuatro elementos imprescindibles: valentía, esperanza, gracia y conversión.
Es lo que vemos en la primera lectura de hoy (1Pe 1,10-16), que es como un pequeño tratado sobre la santidad, que es, ante todo, caminar en la presencia de Dios de modo irreprensible. Caminar: la santidad es un camino, la santidad no se puede comprar ni vender. Tampoco se regala. La santidad es un camino en la presencia de Dios, que tengo que hacer yo: no puede hacerlo otro en mi nombre. Yo puedo rezar para que otro sea santo, pero el camino debe hacerlo él, no yo. Caminar en la presencia de Dios de modo irreprensible. Hoy diré algunas palabras que nos enseñen cómo es la santidad de cada día, esa santidad –digamos– incluso anónima.
Primero valentía. El camino hacia la santidad requiere valentía. El Reino de los Cielos es para los que tienen el valor de ir adelante, y esa valentía se mueve por la esperanza, la segunda palabra del viaje que lleva a la santidad. La valentía que espera en un encuentro con Jesús. Luego está el tercer elemento, cuando Pedro escribe: Poned toda vuestra esperanza en la gracia. La santidad no podemos hacerla nosotros solos. No, es una gracia. Ser bueno, ser santo, avanzar todos los días un poco en la vida cristiana es una gracia de Dios, y debemos pedirla. Así pues, la santidad es un camino que hay que hacer con valentía, con esperanza y con la disponibilidad de recibir esa gracia. ¡Es tan bonito el capítulo 11 de la Epístola a los Hebreos! –leedlo–; cuenta el camino de nuestros padres, de los primeros llamados por Dios. Y cómo fueron adelante. De nuestro padre Abraham dice: Y salió sin saber a dónde iba (Hb 11,8), con esperanza.
En su carta, Pedro pone de relieve la importancia de un cuarto elemento. Cuando invita a sus interlocutores a no conformarse a los deseos que teníais antes, les anima esencialmente a cambiar su corazón por dentro, en una continua, diaria labor interior: la conversión de todos los días. Pero, Padre, es que yo para convertirme tengo que hacer mucha penitencia, darme una paliza… No, no, no: pequeñas conversiones. Por ejemplo, si eres capaz de no hablar mal de otro, estás en el buen camino de ser santo. ¡Es así de fácil! Yo sé que vosotros nunca habláis mal de otros, ¿verdad? Pues eso, cosas pequeñas… Es que tengo ganas de criticar al vecino, al compañero de trabajo: ¡muérdete la lengua! Se hinchará un poco la lengua, pero vuestro espíritu será más santo, en ese camino. Nada de grandes mortificaciones: no, cosas sencillas. El camino de la santidad es sencillo. Y no volver atrás, sino avanzar siempre. Y con fortaleza.