Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
Acabamos de leer cómo Jesús, antes de la Pasión, ruega por la unidad de los creyentes, de las comunidades cristianas, para que sean una sola cosa, como Él y el Padre, y así el mundo crea (cfr. Jn 17,20-26). La unidad de las comunidades cristianas, de las familias cristianas, es un testimonio: el testimonio de que el Padre envió a Jesús. Y quizá, llegar a la unidad –en una comunidad cristiana, en una parroquia, en un obispado, en una institución cristiana, en una familia cristiana– es una de las cosas más difíciles. Nuestra historia, la historia de la Iglesia, nos hace avergonzarnos tantas veces: ¡hemos hecho guerras hasta contra nuestros hermanos cristianos! Pensemos en una, la Guerra de los treinta años.
Donde los cristianos hacen la guerra entre sí no hay testimonio. ¡Debemos pedir mucho perdón al Señor por esa historia! Una historia tantas veces de divisiones, pero no solo en el pasado… ¡Hoy también! El mundo ve que estamos divididos, y dice: Pues que se pongan de acuerdo entre ellos, y luego veremos… ¿Cómo, estando Jesús resucitado y vivo, éstos –sus discípulos– no se ponen de acuerdo? Una vez, un cristiano católico decía a otro cristiano de Oriente, católico también: Mi Cristo resucita pasado mañana. ¿El tuyo cuándo resucita? ¡Ni siquiera en la Pascua estamos unidos! Y esto en el mundo entero. Y el mundo no cree.
Fue la envidia del diablo la que hizo entrar el pecado en el mundo. Así, también en las comunidades cristianas es casi habitual que haya egoísmos, celos, envidias, divisiones, y esto lleva a murmurar uno del otro. ¡Se murmura tanto! En Argentina, a esas personas se les llama cizañeros: siembran cizaña, dividen. Y las divisiones empiezan con la lengua. ¡Por envidia, celos y también cerrazón! ¡No! La lengua es capaz de destruir una familia, una comunidad, una sociedad; es capaz de sembrar odio y guerras. En vez de buscar una aclaración, es más cómodo murmurar y destruir la fama del otro. Acordaos de la anécdota de San Felipe Neri que a una mujer que había murmurado, como penitencia, le dijo que desplumara una gallina, tirara las plumas por el barrio y luego las recogiera. ¡Pero eso es imposible!, exclamó la mujer. Pues así es murmurar. Murmurar es manchar al otro. ¡El que murmura, ensucia! ¡Destruye! Destruye la fama, destruye la vida y tantas veces –¡muchas veces!– sin motivo, contra la verdad. Jesús rezó por nosotros, por todos los que estamos aquí y por nuestras comunidades, por nuestras parroquias, por nuestras diócesis: que sean uno.
Pidamos al Señor que nos conceda la gracia, porque es mucha la fuerza del diablo, del pecado que nos empuja a la desunión. ¡Siempre! Que nos dé la gracia, que nos dé el don. ¿Y cuál es el don que hace la unidad? ¡El Espíritu Santo! Que nos dé ese don que hace la armonía, porque Él es la armonía y la gloria de nuestras comunidades. Y que nos dé la paz, pero con la unidad. Pidamos la gracia de la unidad para todos los cristianos, la gracia grande y la gracia pequeña de cada día para nuestras comunidades, nuestras familias; y la gracia de ¡mordernos la lengua!