Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
La docilidad a la voz del Espíritu, que empuja a quemar la vida por el anuncio del Evangelio, incluso en los sitios más remotos, es la característica de fondo de una mujer y de un hombre que decide servir a la Iglesia yendo de misión.
Una llamada que obliga, un empujón irresistible a tomar la propia vida y entregarla a Cristo; más aún, a quemarla por Él. Eso es lo que hay en el corazón de todo apóstol. Era el fuego que consumía el corazón de San Pablo, el mismo fuego que arde en tantos jóvenes, chicos y chicas, que han dejado su patria, su familia, y han partido lejos, a otros continentes, para anunciar a Jesucristo.
Lo vemos en la lectura de hoy (cfr. Hch 20,17-27), la despedida de Pablo de la comunidad de Mileto. Una escena impactante: Pablo sabe —y lo dice— que ya no volverá a ver aquella comunidad, ni a los presbíteros de Éfeso a los que ha mandado llamar y ahora están ahí, a su alrededor. Es la hora de ir a Jerusalén, es allí adonde el Espíritu le conduce, el mismo Espíritu del que reconoce el absoluto señorío sobre la vida, que siempre le empujó al anuncio del Evangelio, afrontando problemas y penas.
Este texto nos recuerda la vida de nuestros misioneros de todas las épocas. Iban impulsados por el Espíritu Santo: ¡una vocación! Y si vamos a los cementerios de aquellos sitios, vemos sus lápidas: muchos murieron jóvenes, con menos de 40 años, porque no estaban preparados para soportar las enfermedades del lugar. Dieron la vida jóvenes, quemaron su vida. Pienso que, en aquel último momento, lejos de su patria, de su familia, de sus seres queridos, dirían: ¡Ha valido la pena lo que he hecho!
El misionero va sin saber lo que le espera. Como la despedida de la vida de San Francisco Javier narrada por José María Pemán, escritor y poeta español del 900. Una página que recuerda la de San Pablo: Solo sé —había dicho el Apóstol en su discurso de despedida— que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me asegura que me aguardan cárceles y luchas. El misionero sabe que la vida no será fácil, pero sigue adelante. Los misioneros son los héroes de la evangelización de nuestro tiempo. Europa ha llenado de misioneros otros continentes. Y se iban sin volver. Creo que es justo que demos gracias al Señor por su testimonio. Es justo que nos alegremos de tener esos misioneros, que son auténticos testigos. Pienso cómo sería su último momento: ¿cómo fue su despedida? Como Javier: ¡Lo he dejado todo, pero ha valido la pena! Anónimos se fueron unos; otros mártires, es decir, dando la vida por el Evangelio. ¡Son nuestra gloria esos misioneros!¡La gloria de nuestra Iglesia!
Una cualidad del misionero es, pues, la docilidad. Que la voz del Espíritu, más que la insatisfacción que captura a nuestros jóvenes de hoy, les empuje a salir, a quemar su vida por causas nobles. Me gustaría decir a las chicas y chicos de hoy que no estén a gusto —no soy tan feliz con esta cultura del consumismo, del narcisismo—: ¡Mirad al horizonte! ¡Ved a esos misioneros! Pidamos al Espíritu Santo que les empuje a ir lejos, a quemar la vida. Es una palabra un poco dura, pero vale la pena vivir la vida. Y para vivirla bien, quemarla en el servicio, en el anuncio, y seguir adelante. Esa es la alegría del anuncio del Evangelio.