Orfandad del corazón cerrado

Homilía del papa Francisco en Santa Marta

Milagros, signos prodigiosos, palabras nunca antes escuchadas, y luego casi siempre la misma pregunta: ¿Eres tú el Cristo? Es increíble el escepticismo de los judíos respeto a Jesús, y que sale hoy también en el texto del evangelio (cfr. Jn 10, 22-30).

Esa pregunta —¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente— que los escribas y fariseos repetirán más veces de formas distintas, en definitiva nace de un corazón ciego. Una ceguera de fe, que Jesús mismo explica a sus interlocutores: Vosotros no creéis porque no sois ovejas mías. Formar parte del rebaño de Dios es una gracia, pero necesita un corazón disponible. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. ¿Estas ovejas estudiaron para seguir a Jesús y luego creyeron? No. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos. Es precisamente el Padre quien da las ovejas al pastor. Es el Padre el que atrae los corazones hacia Jesús.

La dureza de corazón de los escribas y fariseos, que ven las obras realizadas por Jesús pero rechazan reconocer en Él al Mesías, es un drama que dura hasta el Calvario. Es más, prosigue incluso después de la Resurrección, cuando a los soldados de guardia en el sepulcro se les sugiere que admitan haberse dormido para acreditar el robo del cuerpo de Cristo por parte de los discípulos. Ni el testimonio de quién ha asistido a la Resurrección remueve a quien se niega a creer. Esto tiene  una consecuencia: son huérfanos, porque han renegado de su Padre. Esos doctores de la ley tenía el corazón cerrado, se sentían dueños de sí mismos cuando, en realidad, eran huérfanos, porque no tenían trato con el Padre. Hablaban, sí, de sus Padres —nuestro padre Abraham, los Patriarcas…—, pero como figuras lejanas. En su corazón eran huérfanos, vivían en estado de orfandad, en condiciones de orfandad, y preferían eso a dejarse atraer por el Padre. Y ese es el drama del corazón cerrado de esa gente.

Al contrario, si nos fijamos en la Primera lectura (cfr. Hch 11,19-26), la noticia llegada a Jerusalén de que también muchos paganos se abrían a la fe gracias a la predicación de los discípulos impulsados hasta Fenicia, Chipre y Antioquía —noticia que al principio asustó un poco a los discípulos— muestra lo que significa tener un corazón abierto a Dios. Un corazón como el de Bernabé que, enviado a Antioquía a comprobar esas voces, no se escandaliza de la efectiva conversión también de los paganos, y eso porque Bernabé aceptó la novedad, se dejó atraer por el Padre hacia Jesús. Jesús nos invita a ser sus discípulos, pero para serlo debemos dejarnos atraer por el Padre hacia Él. Y la oración humilde del hijo, que nosotros podemos hacer, es: Padre, atráeme a Jesús; Padre, llévame a conocer a Jesús, y el Padre enviará al Espíritu para abrirnos los corazones y nos llevará a Jesús. Un cristiano que no se deja atraer por el Padre a Jesús es un cristiano que vive en condición orfandad; y nosotros tenemos un Padre, ¡no somos huérfanos!