Homilía del papa Francisco en Santa Marta
Existen persecuciones sanguinarias, como ser descuartizados por bestias para gozo del público de las gradas o saltar por los aires por una bomba a la salida de Misa. Y persecuciones de guante blanco, revestidas de cultura, que te confinan a un rincón de la sociedad, y llegan a quitarte el trabajo si no te adecuas a leyes que van contra Dios Creador.
El relato del martirio de Esteban, descrito en los Hechos de los Apóstoles (7,51–8,1) propuesto por la liturgia de hoy, nos lleva a consideraciones viejas y nuevas sobre una realidad que desde hace dos mil años es una historia dentro de la historia de la fe cristiana: la persecución. La persecución, diría yo, es el pan de cada día de la Iglesia. Ya lo dijo Jesús (cfr., por ejemplo, Lc 21,12). Cuando hacemos un poco de turismo por Roma y vamos al Coliseo, pensamos que los mártires eran esos que allí mataban los leones. Pero los mártires no han sido solo esos. Son hombres y mujeres de todos los días. Sin ir más lejos, el pasado día de Pascua, hace apenas tres semanas, aquellos cristianos que celebraban la Pascua en Pakistán fueron martirizados precisamente porque celebraban a Cristo Resucitado. Y así la historia de la Iglesia sigue adelante con sus mártires.
El martirio de Esteban desató una cruel persecución anticristiana en Jerusalén, análoga a las padecidas por quien no es libre hoy de profesar su fe en Jesús. Pero hay otra persecución de la que no se habla tanto, una persecución disfrazada de cultura, disfrazada de modernidad, disfrazada de progreso. Es una persecución —yo diría un poco irónicamente— educada. Es cuando se persigue al hombre no por confesar el nombre de Cristo, sino por querer tener y manifestar los valores del Hijo de Dios. ¡Es una persecución contra Dios Creador en la persona de sus hijos! Y todos los días vemos que las potencias hacen leyes que obligan a ir por ese camino, y una nación que no sigue esas leyes modernas, cultas, o que no quiera tenerlas en su legislación, es acusada, es perseguida educadamente. Es la persecución que quita al hombre la libertad, ¡hasta de la objeción de conciencia!
Esa es la persecución del mundo que quita la libertad, cuando en realidad Dios nos ha hecho libres para dar testimonio del Padre que nos creó y de Cristo que nos salvó. Y esa persecución también tiene un jefe: al jefe de la persecución educada Jesús lo llamó el príncipe de este mundo (cfr. Jn 12,31; 14,30; 16,11). Y cuando las potencias quieren imponer comportamientos y leyes contra la dignidad del Hijo de Dios, nos persiguen y van contra el Dios Creador. Es la gran apostasía.
Así la vida de los cristianos sigue adelante con estas dos persecuciones. Pero también el Señor nos prometió que no se alejaría de nosotros. ¡Estad atentos, estad atentos! No caigáis en el espíritu del mundo. ¡Estad atentos! Pero seguid adelante, que Yo estaré con vosotros (cfr. 1Cor 16,13; 1Cor 2,12; Mt 28,20).