Homilía del papa Francisco en Santa Marta
Susana, una mujer justa, se ve ensuciada por el mal deseo de dos jueces, pero prefiere confiar en Dios y elegir morir inocente antes que ceder a lo que querían esos hombres. Lo acabamos de leer en la Primera Lectura, del Libro de Daniel (Dan 13,1-9.15-17.19-30.33-62). Incluso cuando estemos atravesando cañadas oscuras, no debemos temer ningún mal (cfr. Sal 22).
El Señor siempre camina con nosotros, nos quiere y no nos abandona. Cuando hoy vemos tantas cañadas oscuras, tantas desgracias, tanta gente que muere de hambre, de la guerra, tantos niños indefensos, tantos… que preguntas a sus padres: ¿Qué enfermedad tiene? Y te dicen: Nadie lo sabe; le llaman enfermedad rara. Es la que hacemos con nuestras cosas: pensamos en los tumores de la tierra de los fuegos. Cuando se ve todo eso, ¿dónde está el Señor? ¿Señor, dónde estás? ¿Caminas conmigo? Ese era el sentimiento de Susana, y también el nuestro. Ves a esas cuatro monjas de la Madre Teresa de Calcuta asesinadas: ¡servían por amor y acaban asesinadas por odio! Cuando ves que se cierran las puertas a los prófugos y se quedan fuera, a la intemperie, con el frío..., ¿Señor, dónde estás? ¿Cómo puedo fiarme de Ti si veo todo eso? Y cuando las cosas me pasan a mí, ¿alguno puede decir: cómo me voy a fiar de ti? A esa pregunta solo hay una respuesta: no se puede explicar; yo no soy capaz.
¿Por qué sufre un niño? No lo sé: es un misterio para mí. Solamente me da algo de luz –no a la mente sino al alma– Jesús en Getsemaní: Padre, este cáliz no. Pero hágase tu voluntad. Se encomienda a la voluntad del Padre. Jesús sabe que no acaba todo con la muerte o la angustia; de ahí sus últimas palabras en la Cruz: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y así muere. Confiemos en Dios que camina conmigo, que camina con mi pueblo, que camina con su Iglesia: ¡esto es un acto de fe! Me fío. No sé porqué pasa esto, pero me fío. Tú sabrás porqué.
Esta es la enseñanza de Jesús: a quien se fía del Señor, que es Pastor, no le falta nada (cfr. Sal 22). Aunque vaya por cañadas oscuras sabe que el mal es algo pasajero, porque el mal definitivo no vendrá ya que Tú, Señor, estás conmigo. Tu vara y tu cayado me sosiegan, me dan seguridad. Y esta es una gracia que debemos pedir: Señor enséñame a encomendarme en tus manos, a fiarme de tu guía, también en los momentos malos, en los momentos oscuros, en el momento de la muerte.
Hoy nos vendrá bien pensar en nuestra vida, en los problemas que tenemos, y pedir la gracia de encomendarnos a las manos de Dios. Pensar en tanta gente que no tiene ni una caricia en el momento de morir. Hace tres días murió uno aquí, en la calle, un sin techo. ¡Murió de frío en plena Roma, una ciudad con todas las posibilidades para ayudar! ¿Por qué, Señor? Ni una caricia… Pero yo me fío, porque Tú no defraudas.
¡Señor no te entiendo —esta es una bonita oración—, pero aunque no lo entienda, me encomiendo a tus manos!