Homilía de la Misa del papa Francisco en Santa Marta
En el Evangelio de hoy (Lc 16,19-31) Jesús cuenta la parábola del hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo y cada día daba grandes banquetes, pero no se daba cuenta de que a su puerta había un pobre, de nombre Lázaro, cubierto de llagas. Preguntémonos si yo soy un cristiano del camino de la mentira —solo del decir—, o si soy un cristiano del camino de la vida, es decir, de las obras, del hacer. Porque este hombre rico sabía los mandamientos, y seguramente todos los sábados iba a la sinagoga y una vez al año al templo. Tenía una cierta religiosidad. Pero era un hombre encerrado, encerrado en su pequeño mundo —el mundo de los banquetes, de los vestidos, de la vanidad, de sus amigos—, un hombre encerrado precisamente en una burbuja de vanidad. No tenía la capacidad de ver más allá, solo su propio mundo. Y este hombre no era consciente de lo que pasaba fuera de su mundo cerrado. No pensaba, por ejemplo, en las necesidades de tanta gente, o en la necesidad de compañía de los enfermos… Solo pensaba en él, en sus riquezas, en su buena vida: ¡se daba la buena vida!
Era, pues, un religioso aparente, no conocía ninguna periferia, estaba completamente encerrado en sí mismo. Precisamente la periferia que estaba junto a la puerta de su casa, ni la conocía. Iba por el camino de la mentira, porque se fiaba solo de sí mismo, de sus cosas, pero no se fiaba de Dios. Un hombre que no ha dejado herencia, ni ha dejado vida, porque solo estaba encerrado en sí mismo. Es curioso que hasta haya perdido su nombre. El Evangelio no dice cómo se llamaba, solo dice que era un hombre rico, Y cuando tu nombre es solamente un adjetivo es porque has perdido sustancia, has perdido fuerza. Este es rico, este es poderoso, este puede hacerlo todo, este es un cura de carrera, un obispo de carrera… Cuántas veces nos pasa que nombramos a la gente con adjetivos, no con nombres, porque no tienen sustancia. Y yo me pregunto: Dios, que es Padre, ¿no tuvo misericordia de ese hombre? ¿No llamó a su corazón para removerlo? Pues sí, estaba a la puerta, en la persona de aquel Lázaro, que si tenía nombre. Y aquel Lázaro con sus necesidades y sus miserias, sus enfermedades, era precisamente el Señor que llamaba a su puerta, para que ese hombre abriera su corazón y la misericordia pudiera entrar. Pero no, él no veía, solo estaba encerrado: para él, detrás de la puerta no había nadie.
Estamos en Cuaresma y nos vendrá bien preguntarnos qué camino estamos recorriendo: ¿Voy por el camino de la vida o por el camino de la mentira? ¿Cuánta cerrazón hay en mi corazón todavía? ¿Dónde está mi alegría: en el hacer o en el decir? ¿En salir de mí mismo para ir al encuentro de los demás, para ayudar con las obras de misericordia? ¿O mi alegría es tenerlo todo en su sitio, pero encerrado en mí mismo? Pidamos al Señor, mientras pensamos en eso, en nuestra vida, la gracia de ver siempre los Lázaros que hay a nuestra puerta, los Lázaros que llaman al corazón, y salir de nosotros mismos con generosidad, con actitud de misericordia, para que la misericordia de Dios pueda entrar en nuestro corazón.