Homilía del papa Francisco en Santa Marta
El más grande de los hombres, el justo y santo, el que había preparado a la gente para la llegada del Mesías, acaba decapitado en la oscuridad de un celda, solo, condenado por el odio vengativo de una reina y por la cobardía de un rey sometido (Mc 6,14-29).
Sin embargo, así vence Dios. Juan Bautista, el hombre más grande nacido de mujer: así dice la fórmula de canonización de Juan. Pero esa fórmula no la dijo un Papa, la dijo Jesús. Ese hombre era el hombre más grande nacido de mujer. El Santo más grande: así lo canonizó Jesús. Y acaba en la cárcel, decapitado. Hasta la última frase parece incluso de resignación: Al enterarse sus discípulos, fueron a recoger el cadáver y lo enterraron. Así acaba el hombre más grande nacido de mujer. Un gran profeta. El último de los profetas. El único al que se le concedió ver la esperanza de Israel.
Intentemos entrar en la celda de Juan, escrutar en el alma de la voz que gritó en el desierto y bautizó a muchedumbres en nombre de Aquel que debía venir, pero que ahora está encadenado no solo a los hierros de su prisión sino probablemente también a los cepos de alguna incertidumbre que le atormenta. Porque también sufrió en la cárcel —digamos la palabra— la tortura interior de la duda: ‘¿Me habré equivocado? Este Mesías no es como yo imaginaba que tendría que ser el Mesías’. Y envió a sus discípulos a preguntar a Jesús: ‘Dinos la verdad, ¿eres tú el que ha de venir?’, porque esa duda le hacía sufrir mucho. ‘¿Me habré equivocado al anunciar a uno que no es? ¿He engañado al pueblo?’. El sufrimiento, la soledad interior de este hombre… 'Pues yo tengo que disminuir, pero disminuir así: en el alma, en el cuerpo… todo'.
¡Disminuir, disminuir, disminuir! Así fue la vida de Juan. Un grande que no buscó su propia gloria, sino la de Dios, y que acabó de una manera tan prosaica, en el anonimato. Pero esa actitud suya preparó el camino a Jesús, que de modo similar murió en angustia, solo, sin sus discípulos. Nos vendrá bien leer hoy este pasaje del Evangelio, el Evangelio de Marcos, capítulo VI. Leer ese texto, ver cómo Dios vence: el estilo de Dios no es el estilo del hombre.
Pidamos al Señor la gracia de la humildad que tenía Juan y no apropiarnos de los méritos y glorias de los demás. Y sobre todo, la gracia de que en nuestras vidas haya siempre sitio para que Jesús crezca y nosotros disminuyamos, hasta el final.