Homilía del papa Francisco en Santa Marta
El rey David está a un paso de caer en la corrupción, pero el profeta Natán, enviado por Dios, le hace ver el mal había hecho. David es pecador pero no corrupto, porque un corrupto no se da cuenta. Hace falta una gracia especial para cambiar el corazón de un corrupto. Y David, que todavía tenía el corazón noble —Ah, es verdad, ¡he pecado!—, reconoce su culpa. ¿Y qué le dice Natán? El Señor perdona tu pecado, pero la corrupción que has sembrado crecerá. Has matado a un inocente para ocultar un adulterio. La espada no se alejará nunca de tu Casa. Dios perdona el pecado, y David se convierte, pero las heridas de una corrupción difícilmente se curan. Lo vemos en tantas partes del mundo.
David tiene que enfrentar a su hijo Absalón (2Sam 15,13-14.30; 16,5-13a), ya corrompido, que le hace la guerra. Pero el rey reúne a los suyos, decide dejar la ciudad y devuelve el Arca: no usa a Dios para defenderse. Se va para salvar a su pueblo. Y ese es el camino de santidad que David —después de aquel momento en el que entró en la corrupción— comienza a recorrer.
David, llorando y con la cabeza cubierta, deja la ciudad y hay quien le sigue para insultarlo. Entre esos, Semeí que le llama sanguinario, y lo maldice. David acepta eso porque piensa que si maldice, es porque el Señor se lo ha dicho. Luego David dijo a sus siervos: Ya veis. Un hijo mío, salido de mis entrañas, intenta matarme —Absalón—. ¡Y os extraña ese benjaminita! Dejadlo que me maldiga, porque se lo ha mandado el Señor. David sabe ver las señales: es el momento de su humillación, es el momento en el que está pagando su culpa. Quizá el Señor se fije en mi humillación y me pague con bendiciones estas maldiciones de hoy, y se encomienda en las manos del Señor. Este es el recorrido de David, desde el momento de la corrupción hasta este confiarse en las manos del Señor. Y esa es la santidad. Esa es la humildad.
Yo pienso que cada uno de nosotros, si nos dicen algo —una cosa fea—, en seguida intentamos decir que no es verdad. O hacemos como Semeí: damos una respuesta más fea todavía.
La humildad solo puede llegar a un corazón a través de las humillaciones. No hay humildad sin humillaciones, y si no eres capaz de llevar algunas humillaciones en tu vida, no eres humilde. Es simple, es matemático. La única senda para la humildad es la humillación. El fin de David, que es la santidad, viene por la humillación. El fin de la santidad que Dios regala a sus hijos, que regala a la Iglesia, viene a través de la humillación de su Hijo, que se deja insultar, que se deja llevar a la Cruz injustamente. Y ese Hijo de Dios que se humilla, es la senda de la santidad. Y David, con su actitud, profetiza esa humillación de Jesús. Pidamos al Señor esa gracia para cada uno de nosotros, para toda la Iglesia, la gracia de la humildad y también la gracia de entender que no es posible ser humildes sin humillación.