Homilía del papa Francisco en Santa Marta
Se puede pecar de muchos modos y por todo se puede pedir sinceramente perdón a Dios y, sin duda alguna, sabemos que obtendremos ese perdón. El problema nace con los corruptos. Lo peor de un corrupto es que cree que no necesita pedir perdón porque le basta el poder en el que se apoya su corrupción.
Es el comportamiento que el rey David asume cuando se enamora de Betsabé, mujer de su oficial Urías, que está combatiendo lejos. Después de haber seducido a la mujer y de saber que está encinta, David trama un plan para ocultar el adulterio. Manda llamar desde el frente a Urías y le dice que se vaya a casa a descansar. A Urías, hombre leal, ni se le ocurre ir a estar con su mujer mientras sus hombres mueren en la batalla. Entonces David lo intenta otra vez emborrachándolo, pero tampoco le funciona. David se puso nervioso, y dijo: ‘No, esto lo arreglo yo’. Y escribióla carta que hemos escuchado: «Pon a Urías en primera línea, donde sea más recia la lucha, y retiraos dejándolo solo, para que lo hieran y muera» (2Sam 11,15). La condena a muerte. Este hombre fiel —fiel a la ley, fiel a su pueblo, fiel a su rey— lleva consigo la condena a muerte.
David es santo pero también pecador. Cae en la lujuria a pesar de que Dios le quería tanto. Sin embargo, el grande, el noble David se siente tan seguro –porque el reino era fuerte– que, tras haber cometido adulterio, mueve todas los recursos a su disposición con tal de arreglar el asunto, aunque sea de modo engañoso, hasta llegar a urdir y ordenar el asesinato de un hombre leal, haciendo que parezca una desgracia de guerra. Este es un suceso en la vida de David que nos hace ver un momento por el que todos podemos pasar en nuestra vida: es el paso del pecado a la corrupción. Aquí David comienza, da el primer paso hacia la corrupción. Tiene el poder, tiene la fuerza. Por eso la corrupción es un pecado más fácil para todos los que tenemos algún poder, ya sea poder eclesiástico, religioso, económico, político… Porque el diablo nos hace sentirnos seguros: ‘¡Yo puedo!’.
La corrupción —de la que luego, por la gracia de Dios, David se salvará— afectó el corazón de aquel chico valiente que había enfrentado al filisteo con una honda y unas piedras. Hoy me gustaría subrayar solo esto: hay un momento donde el hábito del pecado, o un momento donde nuestra situación es tan segura y estamos tan bien vistos y tenemos tanto poder, que el pecado deja de ser pecado y se vuelve corrupción. El Señor siempre perdona, pero una de las cosas más feas que tiene la corrupción es que el corrupto no pide perdón, no siente la necesidad de pedir perdón.
Hagamos hoy una oración por la Iglesia, comenzando por nosotros, por el Papa, por los obispos, por los sacerdotes, por los consagrados, por los fieles laicos: Señor sálvanos, sálvanos de la corrupción. Pecadores sí, Señor, lo somos todos, ¡pero corruptos jamás! Pidamos esta gracia.