Homilía del papa Francisco en Santa Marta
La primera lectura (1Sam 16,1-13) relata cómo fue elegido el rey David. Dios se dirigió a Samuel: ¿Hasta cuándo vas a estar lamentándote por Saúl, si yo lo he rechazado como rey de Israel? Llena la cuerna de aceite y vete. El profeta intenta resistirse, temiendo la venganza de Saúl, pero el Señor le invita a ser astuto y disimular un simple acto de culto, un sacrificio: lleva una novilla y ve.
Ahí inicia el relato de lo que fue el primer paso de la vida del rey David: la elección. Una elección ajena a los criterios humanos, pues David era el más pequeño de los hijos de Jesé, un chiquillo. Hemos leído que Jesé presenta a sus hijos y Samuel, ante el primero, dice: Seguro, el Señor tiene delante a su ungido. Veía ante sí a un hombre formidable. Pero el Señor replicó a Samuel: No te fijes en las apariencias ni en su buena estatura. Lo rechazo. Porque Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el corazón. He aquí la primera lección: muchas veces somos esclavos de las apariencias, de las cosas que aparentan y nos dejamos llevar por ellas: ‘Sí, este parece…’. Pero el Señor sabe la verdad. Igual que aquí: pasan los siete hijos de Jesé y el Señor no elige a ninguno, los deja pasar. Samuel está un poco confundido y dice al padre: Tampoco a este lo ha elegido el Señor. ¿Se acabaron los muchachos? Bueno, queda el pequeño —pero ese no cuenta—, que precisamente está cuidando las ovejas. A los ojos de los hombres ese chiquillo no contaba.
Al llegar el niño, el Señor dijo a Samuel: Anda, úngelo, porque es éste. Era el más pequeño, el que a los ojos de su padre no contaba, y no porque el padre no lo amase, sino porque pensaba: ¿cómo Dios va a elegir a este pequeño? No consideraba que el hombre ve la apariencia, pero el Señor ve el corazón. Y entonces, Samuel tomó la cuerna de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. En aquel momento, invadió a David el espíritu del Señor, y estuvo con él en adelante. Toda su vida fue la vida de un hombre ungido por el Señor, elegido por el Señor.
Nos podríamos preguntar: entonces, ¿el Señor lo hizo santo? ¡No! El rey David es el santo rey David, es verdad, pero santo tras una larga vida marcada también por varios pecados. David fue santo y pecador. Fue un hombre que supo unir el Reino, y sacar adelante el pueblo de Israel, pero también tenía sus tentaciones y cometió pecados. David fue incluso un asesino que, para tapar su lujuria, el pecado de adulterio, mandó matar. Precisamente él. Pero, ¿el santo Rey David ha matado? Es verdad, pero también es verdad que cuando Dios le envió al profeta Natán para hacerle ver esa realidad, pues David no se había dado cuenta de la barbarie que había ordenado, el mismo David reconoció: He pecado, y pidió perdón.
Así avanzó su vida, llena de luces y sombras. Sufrió en su carne la traición del hijo, pero jamás usó a Dios para vencer una causa propia. Cuando David debió huir de Jerusalén, envía atrás el Arca y declara que no usará al Señor en su defensa. Y cuando lo insultaban, David en su corazón pensaba: Me lo merezco. David conoció después la victoria y la gran magnanimidad que le llevó a no matar a Saúl pudiéndolo hacer.
En definitiva, ¿este es el santo Rey David? Sí, santo, elegido por el Señor, elegido por el pueblo de Dios, fue también un gran pecador, pero pecador arrepentido. A mí me conmueve la vida de este hombre y me hace pensar en la nuestra. Todos hemos sido elegidos por el Señor en el Bautismo, para estar en su pueblo, para ser santos; hemos sido consagrados por el Señor, en este camino de la santidad. Sin embargo, leyendo la historia de este hombre —un recorrido que comienza desde pequeño y llega hasta ser anciano— que hizo tantas cosas buenas y otras no tan buenas, pienso que en el camino cristiano, en el camino que el Señor invita a hacer, no hay ningún santo sin pasado, pero tampoco ningún pecador sin futuro.