Homilía del papa Francisco en Santa Marta
La primera lectura, tomada del Libro de Samuel (1Sam 4,1-11), cuenta la derrota del Pueblo de Dios a manos de los filisteos: la catástrofe fue muy grande, el pueblo lo pierde todo, ¡hasta la dignidad! ¿Qué fue lo que les llevó a esa derrota? Pues que el pueblo lentamente se había alejado del Señor, vivía mundanamente, incluso con los ídolos que tenía. Iban al Santuario de Siló, pero como si fuera una costumbre cultural: habían perdido el trato filial con Dios. ¡No adoraban a Dios! Y el Señor los dejó solos. El pueblo usa incluso el Arca de Dios para vencer la batalla, pero como si fuese algo mágico. En el Arca estaba la Ley, la Ley que ellos no observaban y de la que se habían alejado. ¡Ya no existía ese trato personal con el Señor! Habían olvidado al Dios que les había salvado. Y son derrotados: treinta mil israelitas muertos, el Arca de Dios arrebatada por los filisteos, y los dos hijos de Elí, aquellos sacerdotes delincuentes que abusaban de la gente en el Santuario de Siló, muertos también. ¡Una derrota total! Un pueblo que se aleja de Dios acaba así. Tiene un santuario, pero su corazón no está con Dios, no sabe adorar a Dios. Cree en Dios, pero en un Dios un poco nebuloso, lejano, que ni entra en tu corazón ni tú obedeces sus mandamientos. ¡Esa es la derrota!
El Evangelio de hoy (Mc 1,40-45), en cambio, nos habla de una victoria: En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas —un gesto propio de adoración—: «Si quieres, puedes limpiarme». Reta al Señor diciendo: ‘Yo soy un derrotado de la vida —el leproso era un derrotado, porque no podía hacer vida en común, siempre era descartado, puesto aparte— pero tú puedes transformar esta derrota en victoria’. Es decir, ‘si quieres, puedes limpiarme, puedes purificarme’. Ante él, tuvo compasión, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero: queda limpio». Así, sencillamente, esta batalla acabó en dos minutos con la victoria; la otra, todo el día, con la derrota. Este hombre tenía algo que le empujaba a acudir a Jesús y lanzarle el reto. ¡Tenía fe!
El Apóstol Juan (1Jn 5,4) dice que la victoria sobre el mundo es nuestra fe. ¡Nuestra fe vence siempre! La fe es victoria. Como este hombre: ‘Si quieres, puedes hacerlo’. Los derrotados de la Primera Lectura rezaban a Dios, llevaban elArca, pero no tenían fe, la habían olvidado. Éste tenía fe y, cuando se pide con fe, el mismo Jesús nos dijo que se mueven las montañas. Somos capaces de trasladar una montaña de una parte a otra: la fe es capaz de eso. Jesús nos lo dijo (cfr. Mt 21,22): Cualquier cosa que pidáis al Padre en mi nombre, se os dará. Pedid y se os dará; llamad y se os abrirá...Pero con fe. Y esa es nuestra victoria.
Pidamos al Señor que nuestra oración tenga siempre la raíz de la fe, que nazca de la fe en Él. La gracia de la fe: la fe es un don. No se aprende en los libros. Es un don que te da el Señor, pero pídeselo: ‘¡Dame la fe!’. ‘¡Creo, Señor!’, le dijo aquel hombre a Jesús al pedirle que curase a su hijo: Creo, Señor, pero ayuda mi poca fe (Mc 9,24). La oración con la fe… ¡y es curado! Pidamos al Señor la gracia de rezar con fe, de estar seguros de que todo lo que le pidamos se nos dará, con la seguridad que nos da la fe. ¡Y esa es nuestra victoria: nuestra fe!