Homilía del papa Francisco en Santa Marta
La oración hace milagros e impide que se endurezca el corazón, olvidando la piedad. Podemos ser personas de fe y haber perdido el sentido de la piedad bajo las cenizas del juicio, de las críticas. La historia que cuenta hoy la página de la Biblia (1Sam 1,9-20) es un claro ejemplo. Los protagonistas son Ana —una mujer angustiada por su esterilidad que suplica en lágrimas a Dios que le dé un hijo— y un sacerdote, Elí, que la observa distraídamente desde lejos, sentado en una silla del templo.
La escena descrita por el libro de Samuel nos hace oír primero las sentidas palabras de Ana y luego los pensamientos del sacerdote quien, no logrando oír nada, juzga con malévola superficialidad el mudo susurro de la mujer: para él es solo una borracha. En cambio, como pasará luego, aquel llanto amargo está a punto de arrancar de Dios el milagro solicitado. Ana rezaba en su corazón y solo se movían sus labios, pero la voz no se oía. Este es el valor de una mujer de fe que, con su dolor, con sus lágrimas, pide al Señor la gracia. Cuántas mujeres valientes hay así en la Iglesia —¡tantas!— que van a rezar como si fuese una apuesta… Pensemos solo en una grande, Santa Mónica, que con sus lágrimas consiguió tener la gracia de la conversión de su hijo San Agustín. ¡Hay tantas así!
Elí, el sacerdote, es un pobre hombre por quien siento una cierta simpatía, ya que yo también tengo defectos que me ayudan a acercarme a él y entenderlo bien. Con cuánta facilidad juzgamos a las personas, con cuánta facilidad no tenemos el respeto de decir: ¿Qué tendrá ese en su corazón? No lo sé, pero no digo nada’. Cuando falta la piedad en el corazón, siempre se piensa mal y no se comprende a quien, en cambio, reza con dolor y angustia y confía ese dolor y esa angustia al Señor. Esa oración la conoció Jesús en el Huerto de los Olivos, cuando era tanta la angustia y el dolor que le vino aquel sudor de sangre. Pero no se quejó al Padre: Padre, si quieres quítame esto, pero hágase tu voluntad. Jesús respondió por el mismo camino que esta mujer: la mansedumbre. A veces rezamos, pedimos al Señor, pero muchas veces no sabemos llegar a esa lucha con el Señor, hasta las lágrimas, a pedir la gracia.
Recuerdo una vez más la historia de aquel hombre de Buenos Aires que, con una hija de 9 años desahuciada en el hospital, fue de noche a la Virgen de Luján y pasó toda la noche agarrado a la cancela del Santuario pidiendo la gracia de la curación. A la mañana siguiente, volviendo al hospital, encontró a la hija curada. La oración hace milagros. Incluso hace milagros a los cristianos, sean fieles laicos, sean sacerdotes, obispos que hayan perdido la devoción y la piedad. La oración de los fieles cambia la Iglesia: no somos nosotros, los Papas, los obispos, los sacerdotes, las monjas quienes sacan adelante la Iglesia: ¡son los santos! Y los santos son estos, como esta mujer. Los santos son los que tienen el valor de creer que Dios es el Señor y que puede hacerlo todo.