Homilía del papa Francisco en Santa Marta
Amor, compasión. ¡Qué distintos pueden entenderlos Dios y el hombre! En su primera Carta (1Jn 4,7-10), el Apóstol Juan hace una larga reflexión sobre los dos mandamientos principales de la vida de fe: el amor a Dios y el amor al prójimo.
El amor en sí es hermoso, amar es bonito. Sin embargo, un amor sincero se hace fuerte y crece en el don de la propia vida. Esta palabra amor es una palabra que se usa muchas veces, pero no se sabe, cuando se usa, qué significa exactamente. ¿Qué es el amor? A veces pensamos en el amor de las telenovelas: no, eso no parece amor. O bien, nos puede parece un entusiasmo por una persona y luego… se apaga. ¿De dónde viene el verdadero amor? Todo el que ama ha nacido de Dios (…), porque Dios es amor. No dice: Todo amor es Dios, sino: Dios es amor.
Juan subraya una característica del amor de Dios: ama primero. Lo demuestra la escena del Evangelio (Mc 6,34-44) de la multiplicación de los panes, propuesta por la liturgia: Jesús mira a la multitud y tiene compasión, que no es lo mismo que tener pena. Porque el amor que Jesús tiene por las personas que le rodean le lleva a padecer con ellos, a implicarse en la vida de la gente. Y ese amor de Dios, jamás precedido por el amor del hombre, tiene mil ejemplos, desde Zaqueo a Natanael, hasta el hijo pródigo. Cuando tenemos algo en el corazón y queremos pedir perdón al Señor, es Él quien nos espera para darnos el perdón. Este Año de la Misericordia es un poco esto: sabemos que el Señor nos está esperando, a cada uno de nosotros. ¿Por qué? Para abrazarnos. Nada más. Para decir: Hijo, hija, te amo. He dejado que crucificaran a mi Hijo por ti; ese es el precio de mi amor. Ese es el regalo de amor.
El Señor me espera, el Señor quiere que abra la puerta de mi corazón. Esta certeza debemos tenerla siempre. Y si surgiese el escrúpulo de no sentirse dignos del amor de Dios, pues mejor, porque Él te espera tal y como eres, no como te dicen que se debe ser. Ir al Señor y decirle: Tú sabes Señor que te quiero. O si no soy capaz decirle eso: Tú sabes Señor que yo quisiera amarte, pero soy tan pecador, tan pecadora. Y Él hará lo mismo que hizo con el hijo pródigo, que se gastó todo el dinero en vicios: no te dejará acabar tu discurso, con un abrazo te hará callar: ¡el abrazo del amor de Dios!