Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
En la primera lectura —tomada del libro de Isaías (41,13-20)— acabamos de leer una especie de monólogo del Señor donde se comprende que Dios eligió a su pueblo no porque fuese grande o poderoso, sino porque era el más pequeño de todos, el más miserable de todos.
Dios se enamoró de esa miseria, se enamoró precisamente de esa pequeñez. Y en ese monólogo de Dios con su pueblo, se ve ese amor, un amor tierno, un amor como el del padre o de la madre, cuando habla con el hijo que se despierta de noche asustado por un sueño. Y lo tranquiliza: Te agarro de la diestra, no temas, yo mismo te auxilio (Is 41,13). Todos conocemos las caricias de los padres y de las madres cuando los niños están inquietos por un susto: No temas, yo estoy aquí; yo estoy enamorado de tu pequeñez; me he enamorado de tu pequeñez, de tu nada. Incluso: No temas por tus pecados, ¡te quiero tanto!; yo estoy aquí para perdonarte. Esa es la misericordia de Dios.
Había un santo que hacía muchas penitencias, pero el Señor siempre le pedía más, hasta que un día le dijo que ya no le quedaba nada más que darle, y Dios le respondió: Dame tus pecados. El Señor quiere cargar sobre sí nuestras debilidades, nuestros pecados, nuestros cansancios. Cuántas veces Jesús nos hace sentir eso y luego: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré (Mt 11,28), como leímos en el evangelio de ayer. Yo soy el Señor tu Dios que te tengo de la diestra, no temas pequeño, no temas. Yo te daré fuerza. Dame todo y yo te perdonaré, te daré paz.
Esas son las caricias de Dios, esas son las caricias de nuestro Padre, cuando se expresa con su misericordia. Nosotros nos ponemos tan nerviosos cuando una cosa no va bien, somos impacientes… En cambio Él: Estate tranquilo; has metido la pata, sí, pero quédate tranquillo; no temas, yo te perdono. Eso es lo que significa lo que hemos repetido en el Salmo: El Señor es clemente y misericordioso (Sal 144). Nosotros somos pequeños. Él nos ha dado todo. Solo nos pide nuestras miserias, nuestras pequeñeces, nuestros pecados, para abrazarnos, para acariciarnos.
Pidamos al Señor que despierte en cada uno de nosotros, y en todo el pueblo, la fe en esa paternidad, en esa misericordia, en su corazón. Y que esa fe en su paternidad y en su misericordia nos haga un poco más misericordiosos con los demás.