La tentación de la corrupción

Homilía de la Misa en Santa Marta

La primera lectura del Libro de los Macabeos (4,36-37.52-59) cuenta la alegría del pueblo por la consagración del Templo profanado por los paganos y por el espíritu mundano. Es la victoria de los que fueron perseguidos por el pensamiento único. El pueblo de Dios hace fiesta, lo celebra, porque recupera su propia identidad. La fiesta es algo que la mundanidad no sabe hacer, ¡no puede hacer! El espíritu mundano nos lleva como mucho a hacer un poco de diversión, un poco de ruido, pero la alegría solo viene de la fidelidad a la Alianza. En el Evangelio (Lc 19,45-48) Jesús expulsa a los mercaderes del Templo, diciendo: Escrito está: "Mi casa es casa de oración"; pero vosotros la habéis convertido en una "cueva de bandidos". Como durante la época de los Macabeos, el espíritu mundano había tomado el puesto de la adoración al Dios Vivo. Pero ahora esto sucede de otra manera. Los jefes del Templo, los jefes de los sacerdotes–dice el Evangelio– y los escribas habían cambiado un poco las cosas. Habían entrado en un proceso de degradación y habían hecho ‘sucio’ el Templo. ¡Habían ensuciado el Templo! El Templo es una imagen de la Iglesia. La Iglesia siempre –¡siempre!– padecerá la tentación de la mundanidad y la tentación de un poder que no es el poder que Jesucristo quiere para ella. Jesús no dice: No, no se hace esto. Hacedlo fuera. Dice: Vosotros habéis hecho una cueva de bandidos aquí. Y cuando la Iglesia entra en ese proceso de degradación, el fin es muy feo. ¡Muy feo!

Es el peligro de la corrupción. Siempre existe en la Iglesia la tentación de la corrupción. Es cuando la Iglesia, en vez de estar apegada a la fidelidad al Señor Jesús, al Señor de la paz, de la alegría, de la salvación, cuando en vez de hacer eso, se apega al dinero y al poder. Es lo que pasa aquí, en este Evangelio. Los jefes de los sacerdotes y los escribas estaban apegados al dinero, al poder, y habían olvidado el espíritu. Y para justificarse y decir que eran justos, que eran buenos, cambiaron el espíritu de libertad del Señor por la rigidez. Jesús, en el capítulo 23 de Mateo, habla de esa rigidez. La gente había perdido el sentido de Dios, incluso la capacidad de alegría y de alabanza: no sabían alabar a Dios, porque estaban apegados al dinero y al poder, a una forma de mundanidad, igual que en el Antiguo Testamento.

Jesús expulsa del Templo no a los sacerdotes ni a los escribas; echa a los que hacían negocios, a los negociantes del Templo. Pero los jefes de los sacerdotes y los escribas estaban conchabados con ellos: ¡tenían allí el ‘santo soborno’! Cobraban de ellos, estaban apegados al dinero y veneraban a ese santo. El Evangelio es muy fuerte.  Dice: Los sumos sacerdotes, los escribas y los notables del pueblo intentaban quitarlo de en medio. Lo mismo que pasó en tiempos de Judas Macabeo. ¿Por qué? Por este motivo: Pero se dieron cuenta de que no podían hacer nada, porque el pueblo entero estaba pendiente de sus labios. La fuerza de Jesús era su palabra, su testimonio, su amor. Y donde está Jesús no hay sitio para la mundanidad, no hay lugar para la corrupción. Y esa es la lucha de cada uno de nosotros, esa es la lucha diaria de la Iglesia: siempre Jesús, siempre con Jesús, siempre pendientes de sus labios, para oír sus palabras; y no buscar nunca seguridades donde haya cosas de otro dueño. Jesús nos dijo que no se puede servir a dos señores: o a Dios o a las riquezas; o a Dios o al poder.

Nos vendrá bien rezar por la Iglesia. Pensar en tantos mártires de hoy que, por no entrar en ese espíritu de mundanidad, de pensamiento único, de apostasía, sufren y mueren. ¡Hoy! Hoy hay más mártires en la Iglesia que en los primeros tiempos. Pensémoslo. Nos hará bien pensar en ellos. Y también pedir la gracia de no entrar nunca jamás en ese proceso de degradación hacia la mundanidad que nos lleva al apegamiento al dinero y al poder.