Pedir la gracia del llanto

 Homilía de la Misa en Santa Marta

Jesús lloró. Con estas palabras comienza el Evangelio de San Lucas (19,41-44) que acabamos de leer, un texto tan breve como conmovedor. Jesús se acerca a Jerusalén y —probablemente desde un punto elevado que se la ofrece a la vista— la observa y llora, dirigiendo a la ciudad estas palabras: ¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos. Pues bien, ¡hoy también llora Jesús! Porque los hombres hemos preferido el camino de las guerras, del odio, de las enemistades. Estamos cerca de Navidad, y habrá luces, fiestas y árboles iluminados…, hasta belenes, pero todo eso es puro decorado, porque el mundo continúa haciendo la guerra. ¡El mundo no ha comprendido el camino de la paz!

Recordemos las recientes conmemoraciones de la segunda guerra mundial, de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, o mi visita a Redipuglia el año pasado para el aniversario de la Gran Guerra. Son “catástrofes inútiles”, en palabras del Papa Benedicto. Hoy hay guerra y odio por todas partes. ¿Qué queda después de una guerra, de esta que estamos viviendo ahora? ¿Qué es lo que queda? Ruinas, miles de niños sin educación, muchos muertos inocentes: ¡tantos! ¡Y mucho dinero en los bolsillos de los traficantes de armas! Una vez Jesús dijo: No se puede servir a dos señores: a Dios y a las riquezas (cfr. Mt 6,24). La guerra es precisamente la elección por las riquezas: ‘Hagamos armas, así la economía se equilibra un poco, y sacaremos adelante nuestros intereses’. Hay una palabra muy fea del Señor: ¡Malditos! Porque si dijo: ¡Benditos los que trabajan por la paz! (cfr. Mt 5,9), entonces estos que trabajan por la guerra, los que hacen las guerras, son malditos, son delincuentes. Una guerra se puede justificar —entre comillas— con muchas razones. Pero, cuando todo el mundo, como hoy, está en guerra —¡todo el mundo! ¡Una guerra mundial a trozos: aquí, allí, en todas partes!—, no hay justificación. Y Dios llora. Jesús llora.

Y mientras los traficantes de armas hacen su trabajo, están los pobres trabajadores de la paz que solo por ayudar a una persona, a otra, a otra, a otra, se dejan la vida. Como hizo un icono de nuestros tiempos, la Madre Teresa de Calcuta. Contra la cual incluso, con el cinismo de los poderosos, se podría decir: ¿Y qué hizo esa mujer? ¿Perdió su vida ayudando a la gente a morir? ¡No se entiende el camino de la paz! Nos vendrá bien, también a nosotros, pedir la gracia del llanto, por este mundo que no reconoce el camino de la paz, que vive para hacer la guerra, con el cinismo de decir que no la hace. Pidamos la conversión del corazón. Precisamente a las puertas de este Jubileo de la Misericordia, que nuestro jubilo, nuestra alegría sea la gracia para que el mundo recupere la capacidad de llorar por sus crímenes, por lo que hace con las guerras.