Mundanidad

Homilía de la Misa en Santa Marta

La primera lectura de hoy, del primer Libro de los Macabeos (1,10-15.41-43.54-57.62-64), dice que en aquellos días brotó un vástago perverso: el rey Antíoco Epifanes, que impuso las costumbres paganas en Israel, el pueblo elegido, es decir, la Iglesia de aquel momento. La fenomenología de la imagen del vástago o raíz que está bajo tierra es esta: no se ve, parece que no hace daño, pero luego crece y se asoma, hace ver su propia realidad. Era un vástago razonable que llevó a algunos israelitas a aliarse con las naciones vecinas para estar protegidos: ¡Vamos a hacer un pacto con las naciones vecinas, pues, desde que nos hemos aislado, nos han venido muchas desgracias! Vayamos a ellos, somos iguales, decían.

Esta lectura se puede explicar con tres palabras: mundanidad, apostasía y persecución. La mundanidad es hacer lo que hace el mundo. Es decir: subastamos nuestra identidad; somos iguales a todos. Así, muchos israelitas renegaron de la fe y se alejaron de la alianza santa. Y lo que parecía tan razonable –somos como todos, somos normales– acabó en destrucción. Luego, el rey Antíoco decretó la unidad nacional para todos los súbditos de su imperio –el pensamiento único, la mundanidad– obligando a cada uno a abandonar su legislación particular. Todas las naciones acataron la orden del rey, e incluso muchos israelitas adoptaron la religión oficial: ofrecieron sacrificios a los ídolos y profanaron el Sábado. La apostasía. Es decir, la mundanidad te lleva al pensamiento único y a la apostasía. No se permiten las diferencias: todos iguales. Y en la historia de la Iglesia hemos visto –pienso en un caso– que hasta las fiestas religiosas cambian de nombre –la Navidad del Señor tiene otro nombre–, para borrar su identidad.

En Israel se quemaron los libros de la ley y al que le encontraban en casa un libro de la alianza y al que vivía de acuerdo con la Ley, lo ajusticiaban. Es la persecución, iniciada por un vástago venenoso. Siempre me llamó la atención que el Señor, en la Última Cena, en aquella larga oración, rezase por la unidad de los suyos y pidiese al Padre que los librase de todo espíritu del mundo, de toda mundanidad, porque la mundanidad destruye la identidad; la mundanidad lleva al pensamiento único. Comienza por una raíz, que es pequeña, y acaba en la abominación de la desolación, en la persecución. Este es el engaño de la mundanidad, y por eso Jesús pedía al Padre, en aquella cena: Padre, no te pido que los saques del mundo, sino que los protejas del mal (Jn 17,15), de esa mentalidad, de ese humanismo, que viene a tomar el puesto del hombre verdadero, Jesucristo, que viene a quitarnos la identidad cristiana y nos lleva al pensamiento único: Si todos lo hacen así, ¿por qué nosotros no? Esto, en estos tiempos, nos debe hacer pensar: ¿cómo es mi identidad? ¿Es cristiana o mundana? ¿Me llamo cristiano porque desde niño fui bautizado o nací en un país cristiano, donde todos son cristianos? La mundanidad que entra lentamente, crece, se justifica y contagia: crece como aquél vástago, se justifica –hagamos como toda la gente, no seamos tan diferentes–, siempre busca una justificación, y al final contagia, y tantos males vienen de ahí.

La liturgia de estos últimos días del año litúrgico nos exhorta a estar atentos a esos vástagos perversos que alejan del Señor. Y pidamos al Señor por la Iglesia, para que el Señor la proteja de toda forma de mundanidad. Que la Iglesia siempre tenga la identidad dispuesta por Jesucristo; que todos tengamos la identidad que recibimos en el bautismo, y que, por querer ser como todos, por motivos de normalidad, no echemos fuera esa identidad. Que el Señor nos dé la gracia de mantener y proteger nuestra identidad cristiana contra el espíritu de mundanidad que siempre crece, se justifica y contagia.