Homilía en Santa Marta
En la primera lectura (Rom 8,31b-39), San Pablo explica que los cristianos son vencedores porque si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? Si Dios nos salva, ¡quien nos condenará? Parece que la fuerza de esta seguridad de vencedores, ese don, el cristiano lo tenga en sus manos, como una propiedad. Como si los cristianos pudiesen decir, de modo triunfal: ¡Ahora somos los campeones! Pero el sentido es otro: somos vencedores no porque tengamos ese don en las manos, sino por otra cosa. Es otra cosa la que nos hace vencer o, si no queremos rechazar la victoria, por la que siempre podremos vencer. Y es el hecho de que nada podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro. No es que seamos vencedores sobre nuestros enemigos, sobre el pecado. ¡No! Es solo que estamos tan unidos al amor de Dios, que ninguna persona, ningún poder, ninguna cosa nos podrá separar de ese amor. Pablo vio en ese don algo más, lo que da el don: es el don de la recreación, el don de la regeneración en Cristo Jesús. Vio el amor de Dios. Un amor que no se puede explicar.
Cada hombre, cada mujer puede rechazar el don, preferir su vanidad, su orgullo, su pecado. Pero el don está ahí. El don es el amor de Dios, un Dios que no puede separarse de nosotros. Esa es la impotencia de Dios. Nosotros decimos: ¡Dios es poderoso, puede hacerlo todo! Menos una cosa: ¡separarse de nosotros! En el Evangelio (Lc 13, 31-35), la imagen de Jesús que llora por Jerusalén nos hace entender algo de ese amor. ¡Jesús lloró! Llora por Jerusalén y en ese llanto está toda la impotencia de Dios: su incapacidad de no amar, de no separarse de nosotros.
Jesús llora por Jerusalén, que mata a sus profetas, a los que anunciaron su salvación. Y Dios dice a Jerusalén y a todos nosotros: ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Es una imagen de ternura. Por eso, San Pablo entiende, y puede decir, que está persuadido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos de ese amor. ¡Dios no puede no amar! Y esa es nuestra seguridad. Yo puede rechazar ese amor, puedo rechazarlo como lo hizo el buen ladrón, hasta el final de su vida. Pero allí lo esperaba aquel amor. Hasta el más malo, el más blasfemo es amado por Dios con ternura de padre, de papá. Y, como dice Pablo, como dice el Evangelio, como dice Jesús: como la clueca con sus pollitos. Y Dios el Poderoso, el Creador que puede hacerlo todo, ¡Dios llora! En ese llanto de Jesús por Jerusalén, en aquellas lágrimas, está todo el amor de Dios. Dios llora por mí cuando me alejo; Dios llora por cada uno de nosotros; Dios llora por los malvados que hacen tantas cosas feas, tanto mal a la humanidad… Espera, no condena; llora. ¿Por qué? ¡Porque ama!