Entender el amor de Dios

Homilía de la Misa en Santa Marta

¡Abundante! El amor de Dios al hombre es así. De una generosidad que al hombre se le escapa, tan acostumbrado a tocar las campanas en cuanto decide dar algo de lo que tiene. Así podemos leer el texto de San Pablo de hoy (Rm 5,12.15b.17-19.20b-21). La salvación que nos trajo Jesús, que supera la caída de Adán, es una demostración de ese darse con abundancia. Y la salvación es la amistad entre nosotros y Él. ¿Cómo da Dios, en este caso nuestra amistad, nuestra salvación? Da como dice que nos dará cuando hagamos una obra buena: nos dará una medida buena, apretada, remecida y rebosante (Lc 6,38). Pero esto hace pensar en la abundancia y esa palabra, ‘abundancia’, en este texto se repite tres veces. Dios de en abundancia hasta decir, Pablo, como el resumen final: Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. ¡Sobreabundante! Eso es el amor de Dios: sin medida, se da todo él mismo.

Sin medida como el padre de la parábola que todos los días mira el horizonte para ver si el hijo ha decidido volver a casa. El corazón de Dios no está cerrado: siempre está abierto. Y cuando llegamos nosotros, como aquel hijo, nos abraza, nos besa: un Dios que hace una fiesta. Dios no es un Dios mezquino: no conoce la mezquindad. Lo da todo. Dios no es un Dios quieto: mira, espera que nos convirtamos. Dios es un Dios que sale: sale a buscar, a buscarnos a cada uno de nosotros. ¿Pero eso es verdad? Cada día nos busca, nos está buscando. Como ya lo hizo, como ya lo dijo, en la parábola de la oveja extraviada o de la moneda perdida: busca. Siempre es así.

En el cielo hay más fiesta por un solo pecador que se convierte que por cien que permanezcan justos (cfr. Lc 15,7). Y sin embargo no es fácil, con nuestros criterios humanos, pequeños y limitados, entender el amor de Dios. Se comprende por una gracia, como lo comprendió aquella monja de 84 años, conocida en su diócesis, que seguía recorriendo por los pasillos del hospital, hablando con una sonrisa del amor de Dios a los enfermos. Ella tuvo el don de entender ese misterio, esa sobreabundancia del amor de Dios, que a tantos se nos escapa. Es cierto, estamos acostumbrados a valorar las situaciones y las cosas con las medidas que tenemos: y nuestras medidas son pequeñas. Por eso, nos vendrá bien pedir al Espíritu Santo la gracia de acercarnos, al menos un poco, a entender ese amor y tener ganas de ser abrazados y besados con esa medida sin límites.