Homilía en Santa Marta
El pueblo de Israel, tras largos años de deportación, vuelve a Jerusalén. Incluso en los años de Babilonia, el pueblo siempre recordó su patria. Después de tantos años llega finalmente el día del regreso, de la reconstrucción de Jerusalén y, como narra la Primera Lectura (Ne 8,1-4a.5-6.7b-12), Nehemías pide al escriba Esdras que lea ante el pueblo el Libro de la Ley. El pueblo está feliz: estaba gozoso pero lloraba, y escuchaba la Palabra de Dios; tenía alegría, pero también llanto, todo junto.
¿Cómo se explica esto? Simplemente, este pueblo no solo había encontrado su ciudad, la ciudad donde había nacido, la ciudad de Dios; este pueblo al oír la Ley, halló su identidad, y por eso estaba alegre y lloraba. Pero lloraba de alegría, lloraba porque había encontrado su identidad, había hallado aquella identidad que, con los años de deportación, casi habían perdido. ¡Un largo camino! No estéis tristes —dice Nehemías—, pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza. Es la alegría que da el Señor cuando encontramos nuestra identidad. Y nuestra identidad se pierde en el camino, se pierde en tantas deportaciones o auto-deportaciones nuestras, cuando hacemos un nido aquí, un nido allá, un nido…, y no en la casa del Señor. ¡Hallar la propia identidad!
¿Y cómo hallar la propia identidad? Cuando has perdido lo tuyo, como tu casa, lo que era más tuyo, te viene esa nostalgia, y la nostalgia te lleva de nuevo a tu casa. Y este pueblo, con esa nostalgia, sintió que era feliz y lloraba de felicidad por eso, porque la nostalgia de su propia identidad le había llevado a encontrarla. Una gracia de Dios. Si nosotros, por ejemplo, estamos hartos de comer, no tenemos hambre. Si estamos cómodos y tranquilos donde estamos, no necesitamos ir a otra parte. Y yo me pregunto —y sería bueno que todos nos lo preguntásemos hoy—: ¿Estoy tranquilo, contento, no necesito nada —hablo espiritualmente— en mi corazón? ¿Se ha apagado mi nostalgia? Miremos a este pueblo feliz, que lloraba y estaba alegre. Un corazón que no tiene nostalgia, no conoce la alegría. Y la alegría, precisamente, es nuestra fuerza: la alegría de Dios. Un corazón que no sabe lo que es la nostalgia no puede ni hacer fiesta. ¡Y todo ese camino que empezó hace años acaba en una fiesta!
El pueblo exulta con gran gozo porque comprendió las palabras que les habían proclamado. Por fin habían encontrado lo que la nostalgia les hacía sentir para seguir adelante. Preguntémonos cómo es nuestra nostalgia de Dios: ¿estamos contentos, estamos felices así, o todos los días tenemos ese deseo de seguir adelante? Que el Señor nos dé esta gracia: que nunca, nunca, nunca se apague en nuestro corazón la nostalgia de Dios.