Homilía del Papa en la Misa en Santa Marta
Jueves, 3 de septiembre de 2015
El Evangelio (Lc 5,1-11) nos cuenta la pesca milagrosa, con Pedro echando las redes y fiándose de Jesús, incluso después de una noche sin haber pescado nada. Aquí vemos la fe como encuentro con el Señor. A mí me gusta pensar que la mayor parte de su tiempo Jesús lo pasaba en la calle, con la gente; luego, ya por la noche, se iba solo a rezar, pero antes encontraba a la gente, buscaba a la gente.
Por nuestra parte, tenemos dos modos de encontrar al Señor. El primero es el de Pedro, el de los apóstoles, el del pueblo. El Evangelio usa la misma palabra para todos, para el pueblo, los apóstoles, para Pedro: Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él (Lc 5,9). Cuando viene ese sentimiento de asombro… Y el pueblo oía a Jesús y sentía este estupor, y decían así: Este habla con autoridad. Jamás un hombre ha hablado como este (cfr. Mc 1,22). Otro grupo que encontraba a Jesús no dejaba que entrase en su corazón el asombro, oían a Jesús, hacían sus cálculos, los doctores de la ley: Sí, es inteligente, es un hombre que dice las cosas de verdad, pero a nosotros no nos convienen esas cosas, no. Hacían sus cálculos, tomaban distancia.
Los mismos demonios confesaban, es decir, proclamaban que Jesús era el Hijo de Dios, pero como los doctores de la ley y los fariseos malos no tenían la capacidad del asombro, estaban cerrados en su suficiencia, en su soberbia. Pedro reconoce que Jesús es el Mesías, pero confiesa también que es un pecador. Los demonios llegan a decir la verdad de Él, pero sobre ellos no dicen nada. No pueden: la soberbia es tan grande que les impide decirlo. Los doctores de la ley dicen: Sí, es inteligente, es un rabino capaz, hace milagros. Pero no dicen: Somos soberbios, somos incapaces, somos pecadores. La incapacidad de reconocerse pecadores nos aleja de la verdadera confesión de Jesucristo. Y esa es la diferencia.
Es la diferencia que hay entre la humildad del publicano que se reconoce pecador y la soberbia del fariseo que habla bien de sí mismo. Esta capacidad de decir que somos pecadores nos abre al asombro del encuentro con Jesucristo, el verdadero encuentro. También en nuestras parroquias, en nuestras sociedades, incluso entre las personas consagradas: ¿cuántas personas son capaces de decir que Jesús es el Señor? ¡Muchas! Pero qué difícil es decir sinceramente: Soy un pecador, soy una pecadora. Es más fácil decirlo de los demás, ¿verdad? Cuando se murmura: Ese sí, y aquél también… Todos somos doctores en esto, ¿verdad? Para llegar a un verdadero encuentro con Jesús es necesaria la doble confesión: Tú eres el Hijo de Dios y yo soy un pecador, pero no en teoría: por esto, por esto, por esto y por esto.
Más tarde, Pedro se olvidará del asombro del encuentro y negará del Señor: pero, como es humilde, se dejará encontrar por el Señor y, cuando sus miradas se crucen, se echará a llorar, y volverá a la confesión: Soy pecador. Que el Señor nos dé la gracia de encontrarlo y también de dejarnos encontrar por Él. Que nos dé la gracia, tan bonita, del asombro del encuentro. Y nos dé la gracia de tener la doble confesión en nuestra vida: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Y yo soy un pecador.