Homilía en Santa Marta
El primero en mancharse las manos fue Jesús, acercándose a los excluidos de su tiempo. Se ensució las manos, por ejemplo, tocando a los leprosos, curándolos. Y enseñando a la Iglesia la importancia de la cercanía. Lo cuenta el Evangelio de hoy: un enfermo de lepra que se adelanta y se postra ante Jesús, diciéndole: Señor, si quieres, puedes limpiarme (Mt 8,2). Y Jesús lo toca y lo sana.
El milagro ocurre a los ojos de los doctores de la ley, para quienes el leproso era un impuro. La lepra era una condena de por vida, y ¡curar a un leproso era tan difícil como resucitar un muerto! Por eso eran marginados. Jesús, en cambio, tiende la mano al excluido y muestra el valor fundamental de una palabra: cercanía. No se puede hacer comunidad sin cercanía. No se puede hacer la paz sin cercanía. No se puede hacer el bien sin acercarse. Jesús podía haberle dicho: ¡Cúrate! Pero no, se acercó y lo tocó (cfr. Mt 8,3). ¡Y mucho más, porque en el momento en que Jesús tocó al impuro, él mismo se hace impuro! Es el misterio de Jesús: toma sobre sí nuestras suciedades, nuestras cosas impuras. San Pablo lo dice muy bien: Siendo igual a Dios, no lo estimó como cosa a que aferrarse, sino que se anonadó a sí mismo (Flp 2,6-7). Y luego, San Pablo va más allá: Se hizo pecado (2Cor 5,21). ¡Jesús se hizo pecado, se excluyó, tomó sobre sí la impureza, por acercarse a nosotros!
El pasaje del Evangelio recoge también la invitación que Jesús hace al leproso ya curado: No se lo digas a nadie, pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que mandó Moisés (Mt 8,4). Porque para Jesús, además de la proximidad, es fundamental también la inclusión. Muchas veces pienso que es, no digo imposible, pero sí muy difícil hacer el bien sin mancharse las manos. Y Jesús se ensució con su cercanía. E incluso va más allá, y le dice: Ve al sacerdote y haz lo que se hace cuando un leproso se cura. A éste, que era un excluido de la vida social, Jesús lo incluye: lo incluye en la Iglesia, lo incluye en la sociedad: Ve, para que todas las cosas sean como deben ser. ¡Jesús no margina a nadie, jamás! Es más, se margina a sí mismo para incluir a los marginados, para incluirnos a nosotros —pecadores y marginados— con su vida.
Se comprende el asombro que Jesús provoca con sus afirmaciones y sus gestos. Cuánta gente seguía a Jesús en ese momento, y ha seguido a Jesús a lo largo de la historia, porque está asombrada de cómo habla. Cuánta gente mira desde lejos, pero no comprende, o no le interesa. Cuánta gente mira de lejos, pero con mal corazón, para poner a prueba a Jesús, para criticarlo, para condenarlo. Y cuánta gente mira desde lejos, porque no tienen el valor que tuvo el leproso, ¡pero tienen tantas ganas de acercarse! En aquel caso, Jesús le tendió la mano. Hoy, no como en este caso, pero sí esencialmente nos tiende la mano a todos, haciéndose uno de nosotros, como nosotros: pecador como nosotros, pero sin pecado, aunque sí manchado por nuestros pecados. Esa es la cercanía cristiana. Una preciosa palabra, la cercanía. Hagamos examen de conciencia: ¿Sé acercarme? ¿Tengo ánimo, fuerza, valentía para tocar a los marginados? Una pregunta que afecta también a la Iglesia, las parroquias, las comunidades, los consagrados, los obispos, los curas…, ¡a todos!