Homilía en Santa Marta
Las riquezas no son como una estatua, quietas, en cierto sentido sin influencia en la vida de una persona. Las riquezas tienden a crecer, a moverse, a ocupar un puesto en la vida y en el corazón del hombre. Y si el muelle que empuja al hombre es la acumulación, las riquezas llegarán a invadirle el corazón, y acabará corrupto. En cambio, lo que salva el corazón es usar la riqueza que se posee para el bien común.
Como hemos escuchado a Jesús en el Evangelio (Mt 6,19-23): Donde está tu tesoro, allí está tu corazón. Y les advierte: No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde los ladrones abren boquetes y los roban. Atesorad tesoros en el cielo. Es cierto, en la raíz de la acumulación están las ansias de seguridad. Pero el riesgo de hacerlo solo para sí mismos y volverse esclavos es altísimo. Al final esas riquezas no proporcionan seguridad para siempre. Es más, tiran para abajo de tu dignidad. Y eso en familia. ¡Hay tantas familias divididas! También en la raíz de las guerras está esa ambición que destruye y corrompe. En este mundo, en este momento, hay muchas guerras por avidez de poder, de riquezas. Pensemos en la guerra de nuestro corazón. ¡Guardaos de toda codicia!, dice el Señor (Mt 12,15). Porque la codicia avanza, avanza, avanza… Es un escalón, abre la puerta: luego viene la vanidad —creerse importantes, creerse poderoso— y, al final, el orgullo. Y de ahí, ¡todos los vicios, todos! Son peldaños, pero el primero es ese: la codicia, el ansia de acumular riquezas.
Es cierto que acumular es una cualidad del hombre y hacer las cosas y dominar el mundo es también una misión. Pero ahí está la lucha de cada día: cómo administrar bien las riquezas de la tierra, para que estén orientadas al Cielo y se conviertan en riquezas del Cielo. Hay una cosa clara: cuando el Señor bendice a una persona con riquezas, lo hace administrador de esas riquezas para el bien común y el bien de todos, no solo para su propio bien. Y no es fácil ser un administrador honrado, porque siempre está la tentación de la codicia, de ser importante. El mundo nos enseña eso y nos lleva por ese camino. En cambio, debemos pensar en los demás, pensar que lo que tengo está al servicio de los demás y nada de lo que tengo me la podré llevar conmigo. Si uso lo que el Señor me ha dado para el bien común, como buen administrador, me santifico, me haré santo.
Oímos a menudo tantas excusas de personas que pasan la vida acumulando riquezas. Por nuestra parte, todos los días tenemos que preguntarnos: ¿Dónde está tu tesoro? ¿En las riquezas o en esa administración, en ese servicio por el bien común? Es difícil, ¡es como jugar con fuego! Muchos tranquilizan su conciencia con limosnas, dando lo que les sobra. Eso no es el buen administrador: el buen administrador toma para sí lo que sobra y da a los demás, en servicio, todo. Administrar la riqueza es despojarse continuamente del propio interés y no pensar que esas riquezas nos salvarán.
¡Acumular, sí, está bien… tesoros, sí, está bien! Pero de los que cotizan —digamos así— en el Banco del Cielo. ¡Ahí, acumulad ahí!