Homilía en Santa Marta
La Primera Lectura (2Cor 8,1-9) narra la colecta que organiza San Pablo en la Iglesia de Corinto para la Iglesia de Jerusalén, que está pasando momentos difíciles de pobreza. Hoy, como entonces, pobreza es una palabra siempre incómoda. Muchas veces se oye decir: Ese sacerdote habla demasiado de pobreza; ese obispo habla de pobreza; ese cristiano o esa monja hablan de pobreza… Son un poco comunistas, ¿no? Sin embargo, la pobreza está en el centro del Evangelio. Si quitamos la pobreza del Evangelio, no se entendería nada del mensaje de Jesús.
San Pablo, hablando a la Iglesia de Corinto, demuestra cuál es su verdadera riqueza: Ya que sobresalís en todo: en la fe, en la palabra, en el conocimiento, en el empeño y en el cariño que nos tenéis, distinguíos también ahora por vuestra generosidad (2Cor 8,7). Así les exhorta el Apóstol de las Gentes: como sois ricos, sed también generosos en esta colecta. Si tenéis tanta riqueza en el corazón, esa riqueza tan grande —en la fe, en la palabra, en el conocimiento, en el empeño—, haced que esa riqueza llegue a los bolsillos. Esa es la regla de oro. Si la fe no llega a los bolsillos, no es una fe genuina. Es la regla de oro que aquí nos dice San Pablo: Sois ricos en tantas cosas; ahora sed generosos en la colecta. Se da esa contraposición entre riqueza y pobreza. La Iglesia de Jerusalén es pobre —pasa dificultades económicas— pero es rica, porque tiene el tesoro del Evangelio. Y esta Iglesia de Jerusalén —pobre— ha enriquecido a la Iglesia de Corinto con el anuncio evangélico: le ha dado la riqueza del Evangelio. Y vosotros —la Iglesia de Corinto—, que sois ricos económicamente y en tantas cosas, erais pobres sin el anuncio del Evangelio, pero habéis enriquecido a la Iglesia de Jerusalén, ampliando el pueblo de Dios.
De la pobreza viene la riqueza; es un intercambio mutuo. He aquí el fundamento de la teología de la pobreza: Jesucristo siendo rico —con la riqueza de Dios— se hizo pobre (2Cor 8,9), se abajó por nosotros. Y de ahí el significado de la primera Bienaventuranza: Bienaventurados los pobres de espíritu (Mt 5,3). Es decir, ser pobre es dejarse enriquecer por la pobreza de Cristo y no querer ser rico con otras riquezas que no sean las de Cristo. Cuando ayudamos a los pobres, no hacemos una simple obra de beneficencia. Eso es bueno, es humano — las obras de beneficencia son cosas buenas y humanas—, pero eso no es la pobreza cristiana que quiere Pablo, que predica Pablo. La pobreza cristiana es que yo doy de lo mío —y no lo superfluo sino también lo necesario— al pobre porque sé que él me enriquece. ¿Y por qué me enriquece el pobre? Porque Jesús dijo que Él mismo está en el pobre. Cuando me desprendo de algo —no solo de lo superfluo— para darle a un pobre, a una comunidad pobre, eso me enriquece. Cuando hago eso, Jesús actúa en mí para hacerlo, y actúa en él para enriquecerme. Es la teología de la pobreza, porque la pobreza está en el centro del Evangelio, y no es una ideología. Es el misterio de Cristo que se anonadó, se humilló, se empobreció para enriquecernos. Así se entiende por qué la primera de las Bienaventuranzas sea Bienaventurados los pobres de espíritu (Mt 5,3). Ser pobre de espíritu es ir por el camino del Señor: la pobreza del Señor que se abaja tanto que ahora se hace pan para nosotros en este sacrificio. Y continúa abajándose en la historia de la Iglesia, en el memorial de su pasión, en el memorial de su humillación, en el memorial de su abajamiento, en el memorial de su pobreza, y con este pan nos enriquece.