Homilía de la Misa en Santa Marta
Podemos imaginar la alegría de Abraham, exultante de gozo en la esperanza de llegar a ser padre, como Dios le promete (Gen 17,3-9). Abraham es viejo, igual que su mujer Sara, pero cree, abre su corazón a la esperanza y se queda lleno de alegría. Jesús, en el Evangelio de hoy, recuerda a los doctores de la ley que Abraham exultó en la esperanza de ver su día y quedó lleno de gozo (Jn 8,51-59).
Y eso es lo que no entendían aquellos doctores de la ley. No comprendían la alegría de la promesa; no entendían la alegría de la esperanza; no comprendían la alegría de la alianza. ¡No lo entendían! No sabían gozar, porque habían perdido el sentido de la alegría, que solo viene de la fe. Nuestro padre Abraham fue capaz de alegrarse porque tenía fe: fue justificado por su fe. Éstos, en cambio, habían perdido la fe. Eran doctores de la ley, ¡pero sin fe! Y peor aún: ¡habían perdido la ley! Porque el centro de la ley es el amor, el amor a Dios y al prójimo.
Solo tenían un sistema de doctrinas concretas que precisaban cada día más para que nadie lo tocase. Hombres sin fe, sin ley, apegados a doctrinas que acaban siendo una casuística: ¿se puede pagar el impuesto al César o no? ¿Esta mujer, que ha estado casada siete veces, cuando vaya al Cielo será esposa de los siete? Todo casuística… Ese era su mundo, un mundo abstracto, un mundo sin amor, un mundo sin fe, un mundo sin esperanza, un mundo sin confianza, un mundo sin Dios. ¡Por eso no podía alegrarse!
A lo mejor esos doctores de la ley podían hasta divertirse, pero sin alegría, es más, con miedo. Esa es la vida sin fe en Dios, sin confianza en Dios, sin esperanza en Dios. Y su corazón estaba petrificado. Es triste ser creyente sin alegría, y no hay alegría cuando no hay fe, cuando no hay esperanza, cuando no hay ley, sino solo prescripciones, doctrina fría. La alegría de la fe, la alegría del Evangelio es la piedra de toque de la fe de una persona. Sin alegría, esa persona no es un verdadero creyente.
Repitamos estas palabras de Jesús: Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría (Jn 8,56). Pidamos al Señor la gracia de exultar en la esperanza, la gracia de poder ver el día de Jesús, cuando nos encontremos con Él, y la gracia de la alegría.