Al principio fueron los Profetas y luego los Santos. Con ellos, Dios construyó, a lo largo del tiempo, la Historia de su relación con los hombres. Sin embargo, a pesar de la excelencia de los elegidos —de sus enseñanzas y acciones—, la historia de la salvación ha sido accidentada, lastrada con tantas hipocresías e infidelidades.
En la voz de Jeremías de la Lectura de hoy (Jer 7,23-28) está la voz de Dios mismo, que constata con amargura cómo el pueblo elegido, a pesar de haber recibido tantos beneficios, no le escuchó. Dios lo dio todo, pero solo recibió cosas malas. ¡La fidelidad ha desaparecido, no sois un pueblo fiel! Así es la Historia de Dios. Parece como si Dios llorase: te he querido tanto, te he dado tanto, y tú… ¡todo contra mí! También Jesús lloró al ver Jerusalén, porque en su corazón estaba toda esa historia de fidelidad perdida. Está claro que cada uno puede hacer su voluntad —¡lo que le dé la gana!— pero, si es así toda la vida, entonces vamos por el camino del endurecimiento: el corazón se pone duro, se petrifica, y la Palabra del Señor ya no entra, y el pueblo se aleja. También nuestra historia personal puede acabar así. Por eso, en este día de cuaresma, podemos preguntarnos: ¿Escucho la voz del Señor, o hago lo que quiero, lo que me da la gana?
También el episodio del Evangelio (Lc 11,14-23) muestra un ejemplo de corazón duro y sordo a la voz de Dios. Jesús cura a un endemoniado y, a cambio, le acusan: Tú expulsas los demonios en nombre del demonio. Eres un brujo demoníaco. La típica excusa de los legalistas, esos que creen que la vida está regulada por las leyes que ellos hacen. ¡Hasta en eso cayó la Historia de la Iglesia! Pensad en la pobre Juana de Arco —¡hoy es santa!— pero, ¡pobrecilla!, los doctores la quemaron viva, acusada de herejía, porque decían que era hereje. ¡Y eran los doctores, los que sabían la doctrina segura!... igual que los fariseos, ¡alejados del amor de Dios! Más cercano a nosotros, pensad en Rosmini: todos sus libros en el índice: ¡no se podían leer; era pecado! ¡Y hoy es beato!
En la Historia del Pueblo de Dios, el Señor enviaba a los Profetas a decirles cuánto amaba a su pueblo. En la Historia de la Iglesia, el Señor manda a los Santos. Son ellos los que sacan adelante la vida de la Iglesia: los Santos. No los poderosos, ni los hipócritas, ¡no! ¡Los Santos! Los Santos son los que no tienen miedo de dejarse acariciar por la misericordia de Dios. Por eso, son hombres y mujeres que comprenden las miserias —tantas miserias humanas— y acompañan al pueblo de cerca. No desprecian al pueblo.
Jesús añade: El que no está conmigo está contra mí (Lc 11, 23). Pero, ¿no habrá una vía de compromiso, un poco de aquí y un poco de allá? ¡No! O estás en la vía del amor, o estás en la vía de la hipocresía. O te dejas amar por la misericordia de Dios, o haces lo que te dé la gana, según tu corazón, que se irá endureciendo cada vez más. El que no está conmigo está contra mí: no hay una tercera vía de compromiso. O eres santo, o vas por otro camino. El que no recoge conmigo, desparrama (Lc 11, 23). Peor todavía: desparrama, arruina. Es un corrupto, todo lo corrompe.