Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
Las lecturas de hoy nos hablan de misericordia. Todos nosotros somos pecadores —no en teoría, sino de verdad—, y por eso necesitamos una virtud cristiana —que, de hecho, es más que una virtud—: la capacidad de acusarse a uno mismo. Es el primer paso para quien quiera ser buen cristiano. Todos somos unos maestros a la hora de justificarnos: Yo no he sido, no... No es culpa mía... Tampoco es para tanto… No fue así… Siempre tenemos una coartada para justificar nuestros fallos y pecados. Muchas veces somos capaces hasta de poner cara de mosquita muerta —no lo sé; yo no lo he hecho; habrá sido otro—, de hacernos el inocente. Y así no se puede ir por la vida cristiana.
¡Es muy fácil acusar a los demás! En cambio, sucede una cosa muy curiosa si intentamos comportarnos al revés: cuando empezamos a ver de qué somos capaces, al principio nos sentiremos mal, sentiremos asco, pero luego nos dará paz y serenidad. Por ejemplo, si descubro envidia en mi corazón y sé que esa envidia es capaz de criticar a otro y matarlo moralmente, ese conocimiento es la sabiduría de acusarse a uno mismo. Si no aprendemos este primer paso, nunca daremos otros pasos en el camino de la vida cristiana, de la vida espiritual. Es lo primero: acusarse a uno mismo —sin necesidad de ir diciéndolo por ahí: solo yo y mi conciencia—. Por ejemplo, voy por la calle y. al pasad por delante de la cárcel, pienso: ¡Esos sí se lo merecen! ¿No te das cuenta de que, si no fuera por la gracia de Dios, tú estarías ahí? ¿Has pensado que tú eres capaz de hacer lo mismo las mismas cosas que ellos, e incluso peores? Esto es acusarse a uno mismo, no esconder las raíces del pecado que están en nosotros, las muchas cosas que somos capaces de hacer, aunque no se vean por fuera.
También nos viene bien otra virtud: la de avergonzarse delante de Dios, en una especie de diálogo en el que reconocemos la vergüenza de nuestro pecado y la grandeza de la misericordia de Dios: a ti, Señor, nuestro Dios, la misericordia y el perdón. La vergüenza para mí y para ti la misericordia y el perdón (cfr. Dan 9,4b-10). Nos vendría bien tener ese diálogo con el Señor esta Cuaresma: acusarse a uno mismo.
¡Pidamos misericordia! En el Evangelio, Jesús es claro: Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6,36). Cuando uno aprende a acusarse a sí mismo, es misericordioso con los demás: ¿Quién soy yo para juzgarlo, si soy capaz de hacer cosas peores? La frase: ¿Quién soy yo para juzgar a otro? obedece precisamente a la exhortación de Jesús: no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados (Lc 6,37). En cambio, ¡cómo nos gusta juzgar a los demás y hablar mal de ellos!
Pues que el Señor, en esta Cuaresma, nos conceda la gracia de aprender a acusarnos, conscientes de que somos capaces de las cosas más malvadas, y decirle: Ten piedad de mí, Señor, ayúdame a avergonzarme y dame misericordia; así podré ser misericordioso con los demás.