El anonadamiento de Juan el Bautista

Homilía del Papa en Santa Marta

El Evangelio de San Marcos (6,14-29) nos cuenta el trágico final de Juan el Bautista. El que nunca traicionó su vocación —consciente de que su deber era solo anunciar la proximidad del Mesías, consciente de ser solo la voz, porque la Palabra era Otro—, acaba su vida como el Señor, con el martirio.

Cuando acaba en la cárcel por manos de Herodes Antipas, el hombre más grande nacido de mujer (Mt 11,11) se hace pequeño, pequeño, pequeño, primero con la prueba de la oscuridad del alma —cuando duda que Jesús sea aquel a quien ha preparado el camino—, y luego cuando le llega el final, ordenado por un rey fascinado y, a la vez perplejo, por Juan. Después de esa purificación, después de ese continuo caer en el anonadamiento —preparando el camino para el anonadamiento de Jesús—, acaba su vida. Aquel rey perplejo es capaz de una decisión, pero no porque su corazón se haya convertido, sino porque el vino le ha envalentonado. Y así acaba Juan su vida, bajo la autoridad de un rey mediocre, borracho y corrupto, por el capricho de una bailarina y por el odio vengativo de una adúltera. Así acaba el Grande, el hombre más grande nacido de mujer.

Cuando leo este texto, os confieso que me emociono y pienso siempre en dos cosas. Primero, pienso en nuestros mártires, en los mártires de nuestros días, en esos hombres, mujeres y niños que son perseguidos, odiados, expulsados de sus casas, torturados, masacrados. Y esto no es algo del pasado: ¡está pasando hoy! Nuestros mártires acaban su vida bajo la autoridad corrupta de gente que odia a Jesucristo. Nos viene bien pensar en nuestros mártires. Hoy pensamos en San Pablo Miki y sus compañeros, pero eso pasó en el 1600. ¡Pensemos en los de hoy, de 2015!

Además, ese disminuir de Juan el Grande, continuamente hasta la nada, me hace pensar que estamos en ese camino y que vamos a la tierra en la que todos acabaremos. Me lleva a pensar en mí mismo: ¡yo también acabaré! ¡Todos acabaremos! Nadie ha comprado su vida. También nosotros —queramos o no— vamos por el camino del anonadamiento existencial de la vida. Y eso —al menos a mí— me lleva a rezar para que ese anonadamiento se parezca lo más posible al de Jesucristo.