Homilía de la Misa en Santa Marta
Reconciliar es el trabajo de Dios, y es un hermoso trabajo. Porque nuestro Dios perdona cualquier pecado, lo perdona siempre, celebra cuando uno le pide perdón y lo olvida todo. La Epístola a los Hebreos (Hb 8,6-13) nos habla de modo insistente de la nueva alianza establecida por Dios con el pueblo elegido. El Dios que reconcilia decide enviar a Jesús para restablecer un nuevo pacto con la humanidad cuya piedra angular es fundamentalmente el perdón. Un perdón que tiene muchas características.
Lo primero, ¡Dios perdona siempre! No se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón, pero Él no se cansa de perdonar. Cuando Pedro pregunta a Jesús: ¿Cuántas veces tengo que perdonar? ¿Siete veces?, le responde: No siete veces: setenta veces siete. O sea, siempre. Así perdona Dios: siempre. Aunque hayas llevado una vida de muchos pecados, de tantas cosas feas, si al final, un poco arrepentido, pides perdón, ¡te perdona enseguida! Él perdona siempre.
Sin embargo, la duda que podría surgir en el corazón humano es cuánto está Dios dispuesto a perdonar. Pues bien, basta arrepentirse y pedir perdón: no hay que pagar nada, porque ya Cristo lo pagó por nosotros. El modelo es el hijo pródigo de la parábola, que arrepentido prepara un discurso para su padre, quien en cambio no lo deja ni hablar sino que lo abraza y lo estrecha a sí. No hay pecado que Él no perdone. Lo perdona todo. Pero yo no puedo confesarme porque he cometido muchas cosas feas; tantas que no tengo perdón. No, no es verdad. ¡Dios lo perdona todo! Si vas arrepentido, se perdona todo. ¡Muchas veces, no te deja ni hablar! Empiezas a pedir perdón y ya te hace sentir la alegría del perdón antes de que hayas terminado de decirlo todo. Y cuando perdona, Dios lo celebra.
Finalmente, ¡Dios olvida! Porque lo que importa para Dios es encontrarse con nosotros. Por eso, sugiero un examen de conciencia a los sacerdotes dentro del confesionario. ¿Estoy dispuesto a perdonarlo todo? ¿A olvidarme de los pecados de esa persona? La confesión, más que juicio, es un encuentro. Muchas veces las confesiones parecen una formalidad: Po, po, po, po, po… Y ya. ¡Todo mecánico! ¡No! ¿Y el encuentro dónde está? El encuentro con el Señor que reconcilia, te abraza y lo celebra. Ese es nuestro Dios, tan bueno. Y lo tenemos que enseñar: que aprendan nuestros hijos, nuestros chicos a confesarse bien, porque ir a confesarse no es ir a la tintorería para que te quiten una mancha. ¡No! Es ir a encontrar al Padre, que reconcilia, que perdona y hace una fiesta.