Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
El Evangelio de hoy (Mc 6,45-52) —cuando los discípulos se asustan al ver a Jesús caminar sobre las aguas— termina con una consideración sobre el porqué de ese susto: los Apóstoles estaban en el colmo del estupor, pues no habían comprendido lo de los panes, porque eran torpes para entender, eran duros de corazón. Y un corazón puede ser de piedra por muchos motivos. Por ejemplo, por experiencias dolorosas, como les pasó a los discípulos de Emaus, que temían ilusionarse otra vez; o al apóstol Tomás, que no quiere creer en la Resurrección de Jesús.
Otro motivo que endurece el corazón es encerrarse en uno mismo: crear un mundo cerrado en uno mismo, en su comunidad, en su parroquia…, pero siempre cerrado. Y esa cerrazón puede girar en torno a muchas cosas: orgullo, suficiencia —pensar que yo soy mejor que los demás—, vanidad… Existen el hombre-espejo y la mujer-espejo, esos que se encierran en sí mimos para mirarse continuamente. ¡Los narcisistas religiosos! Tienen el corazón duro porque están cerrados, y no abiertos, y procuran defenderse levantando muros a su alrededor.
También está el que se esconde detrás de la ley, aferrándose a la letra de lo establecido por los mandamientos. Aquí, lo que endurece el corazón es un problema de inseguridad. Quien busca solidez en el dictado de la ley está tan seguro como un preso tras las rejas de la celda de una cárcel: una seguridad sin libertad. O sea, todo lo contrario que vino a traernos Jesús: la libertad. El corazón, cuando se endurece, no es libre, y si no es libre es porque no ama: así terminaba Juan apóstol la primera Lectura de hoy (1Jn 4,11-18): no hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor. ¡No es libre! Y siempre tiene miedo de que le pase algo doloroso o triste que le haga pasarlo mal en la vida o arriesgar su salvación eterna. ¡Cuánta imaginación, por falta de amor! ¡Quien no ama no es libre! Por eso, el corazón de los discípulos era torpe, porque aún no habían aprendido a amar.
Entonces, ¿quién nos enseña a amar? ¿Quién nos libra de esa torpeza? Solo el Espíritu Santo. Ya puedes hacer mil cursillos de catequesis o de espiritualidad, o mil cursos de yoga o de zen o de todas esas cosas, que nada de eso será capaz de darte jamás la libertad del hijo. Solo el Espíritu Santo mueve tu corazón para decir Padre. Solo el Espíritu Santo es capaz de eliminar, de romper esa dureza del corazón y hacer un corazón… ¿blando? —no sé, no me gusta la palabra—, ¿dócil? Sí, dócil al Señor, dócil a la libertad del amor.