Al comenzar la Misa, el Santo Padre ha dicho:
El atentado de ayer en París nos hace pensar en tanta crueldad, crueldad humana; en tanto terrorismo, ya sea terrorismo aislado o terrorismo de Estado. ¡La crueldad de la que es capaz el hombre! Recemos, en esta Misa, por las víctimas de esa crueldad. ¡Tantas! Y pidamos también por los crueles, para que el Señor les cambie el corazón.
Homilía de la Misa en Santa Marta
Estos días después de Navidad la palabra clave en la liturgia es manifestación. Jesús se manifiesta en la Epifanía, en el Bautismo y luego en las bodas de Caná. Pero, ¿cómo podemos conocer a Dios? Es el tema del que parte el Apóstol Juan en la Primera Lectura (1Jn 4,7-10), subrayando que, para conocer a Dios, nuestro intelecto —la razón— es insuficiente. A Dios se le conoce totalmente al encontrarnos con Él y para ese encuentro la razón no basta. Hace falta algo más: ¡Dios es amor! Solo por el camino del amor puedes conocer a Dios. Un amor razonable, acompañado por la razón, pero amor. ¿Y cómo puedo amar lo que no conozco? —Ama a los que tienes al lado. Es la doctrina de los Mandamientos: el más importante es amar a Dios, porque Él es amor; y el segundo es amar al prójimo. Pero, para llegar al primero, tenemos que subir por los escalones del segundo: es decir, a través del amor al prójimo llegamos a conocer a Dios, que es amor. Solo amando razonablemente —pero amando— podemos llegar a ese amor.
Por eso, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Y para conocer a Dios hay que amar: quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. Pero no un amor de telenovela. ¡No, no! Amor sólido, fuerte; amor eterno, amor que se manifiesta —la palabra de estos días: manifestación— en su Hijo, que ha venido para salvarnos. Amor concreto; amor de obras y no de palabras. Para conocer a Dios hace falta toda la vida; un camino de amor, de conocimiento, de amor al prójimo, de amor a los que nos odian, de amor a todos.
No es que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados. En la persona de Jesús podemos contemplar el amor de Dios y, siguiendo su ejemplo, llegamos —peldaño a peldaño— al amor de Dios, al conocimiento de Dios que es amor. Como dice el profeta Jeremías, el amor de Dios nos precede, nos ama incluso antes de que le busquemos. El amor de Dios es como la flor del almendro, que es la primera que florece en primavera. El Señor nos ama primero, ¡siempre tendremos esa sorpresa! Cuando nos acercamos a Dios a través de las obras de caridad, de la oración, de la Comunión, de la Palabra de Dios, encontramos que Él ya estaba allí antes, esperándonos; ¡así nos ama!
El Evangelio (Mc 6,34-44) narra la multiplicación de los panes y los peces. El Señor tuvo compasión de la gente que fue a escucharlo, porque estaban como ovejas sin pastor, desorientadas. También hoy hay mucha gente desorientada en nuestras ciudades y países. Por eso, primero Jesús les enseña la doctrina, y la gente lo escucha. Luego, cuando se hace tarde, pide que les den de comer, pero los discípulos se ponen nerviosos. Y una vez más, Dios llega antes, porque los discípulos no habían entendido nada.
Así es el amor de Dios: siempre nos espera, siempre nos sorprende. Es Padre, es nuestro Padre que nos quiere tanto, que siempre está dispuesto a perdonarnos. ¡Siempre! No una vez, sino setenta veces siete. ¡Siempre, como un padre lleno de amor! Y para conocer a ese Dios que es amor debemos subir por la escalera del amor al prójimo, por las obras de caridad, por las obras de misericordia que Jesús nos enseñó. Que el Señor, en estos días que la Iglesia nos hace pensar en la manifestación de Dios, nos conceda la gracia de conocerlo por el camino del amor.