Homilía de la Misa en Santa Marta
Acabamos de leer la verdad y la paradoja del misterio de la Buena Nueva de Jesús: el Reino de su Padre pertenece a los pobres de espíritu. Así lo vemos en el Evangelio de San Lucas propuesto para la liturgia de hoy, cuando Cristo alaba y da gracias a su Padre porque ha decidido revelarse a quien para la sociedad no cuenta nada y a quien tal vez cuenta pero sabe hacerse pequeño en el alma. Jesús nos da a conocer al Padre, su vida interior. ¿Y a quién se lo revela el Padre? ¿A quién da esa gracia? Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla (Lc 10,21). Solo los que tienen el corazón como los pequeños —la gente sencilla— son capaces de recibir esta revelación: el corazón humilde, manso, el que siente la necesidad de rezar, de abrirse a Dios, porque se siente pobre; el que avanza con la primera Bienaventuranza: los pobres de espíritu (Mt 5,3). Los ojos de un pobre son los más adecuados para ver a Cristo y, a través de Él, descubrir el perfil de Dios.
Así pues, la pobreza es la dote privilegiada para abrir la puerta del misterio de Dios. Una dote que a veces puede fallar precisamente a quien dedica a este misterio una vida de estudio. Muchos pueden conocer la ciencia, la teología también, ¡tantos! Pero si no hacen esa teología de rodillas, o sea humildemente, como pequeños, no entenderán nada. Nos dirán muchas cosas, pero no entenderán nada. Solo esta pobreza es capaz de recibir la Revelación que el Padre da a través de Jesús. Y Jesús viene, no como un capitán, un general de ejército, un gobernante poderoso, no, no. Viene como una semilla, como un retoño. Así lo hemos leído en la Primera Lectura: Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé (Is 11,1). Es un renuevo: humilde, manso, y viene para los humildes, para los mansos, a traer la salvación a los enfermos, a los pobres, a los oprimidos.
Y Jesús es el primero de los marginados, llegando incluso a considerar un valor no negociable ser igual a Dios (cfr. Flp 2,6-7). La grandeza del misterio de Dios se conoce solo en el misterio de Jesús; y ese misterio es precisamente el misterio del abajarse, de anonadarse, de humillarse (cfr. Flp 2,8), el que trae la salvación a los pobres, a los que están aniquilados por tantas enfermedades, pecados y situaciones difíciles. Fuera de este marco, no se puede comprender el misterio de Jesús.
Pidamos al Señor, en este tiempo de Adviento, que nos acerquemos más, más y más a su misterio, y hacerlo por donde Él quiere que vayamos: por el camino de la humildad, de la mansedumbre, de la pobreza, de sentirnos pecadores. Así viene a salvarnos y a liberarnos. Que el Señor nos conceda esta gracia.