Homilía de la Misa en Santa Marta
Babilonia y Jerusalén. Son las dos ciudades de las que hablan las lecturas de hoy, tomadas del Apocalipsis (Ap 18,1-2.21-23;19,1-3.9a) y del Evangelio de San Lucas (Lc 21,20-28). Ambas lecturas atraen nuestra atención sobre el fin de este mundo. Y, para que meditemos, nos habla de la caída de las dos ciudades que no acogieron al Señor, y se alejaron de Él. La caída de las dos ciudades sucede por motivos diferentes.
Babilonia es el símbolo del mal y del pecado, y cae por corrupción, porque se sentía dueña del mundo y de sí misma. Y, cuando se acumula el pecado, se pierde la capacidad de reacción y empiezan a marchitarse. Y lo mismo les pasa a las personas corruptas, que no tienen fuerza para reaccionar. Porque la corrupción te da cierta felicidad, te da poder, y hasta te hace sentir satisfecho de ti mismo; pero no se deja sitio al Señor ni la conversión. Y hoy, la palabra corrupciónnos dice mucho a todos: no solo la corrupción económica, sino la corrupción de tantos pecados distintos; corrupción con espíritu pagano, con espíritu mundano. ¡La corrupción más fea es el espíritu de mundanidad! Esa cultura corrupta te hace sentir como el Paraíso aquí, pleno, abundante; pero dentro, esa cultura corrupta es una cultura putrefacta. Esa Babilonia simboliza toda sociedad, toda cultura, toda persona alejada de Dios, alejada del amor al prójimo, ¡pero se acaba marchitando!
Jerusalén cae por otro motivo. Jerusalén es la esposa del Señor, pero no se dio cuenta de las visitas del Esposo, e hizo llorar al Señor. Babilonia cae por corrupción; Jerusalén por distracción, por no recibir al Señor que viene a salvarla.No se sentía necesitada de salvación. Tenía los escritos de los profetas, de Moisés, y eso le bastaba. ¡Pero eran escritos cerrados! No deja sitio para ser salvada: ¡tenía la puerta cerrada para el Señor! El Señor llamaba a la puerta, pero no había disponibilidad para recibirlo, ni escucharlo, ni dejarse salvarse por Él. Y cae…
Estos dos ejemplos nos pueden ayudar a pensar en nuestra vida. ¿Somos semejantes a la corrupta Babilonia o a la distraída Jerusalén?
En todo caso, el mensaje de la Iglesia en estos días no acaba con la destrucción: en ambos textos hay una promesa de esperanza. Jesús nos exhorta a levantar la cabeza, a no dejarse asustar por los paganos. Esos tienen su tiempo y tenemos que soportarlo con paciencia, como soportó el Señor su Pasión. Cuando pensemos en el fin, con todos nuestros pecados, con toda nuestra historia, pensemos en el banquete que gratuitamente se nos dará, y levantemos la cabeza (cfr. Lc, 21,28). Nada de depresión: ¡esperanza!
Pero la realidad es fea: hay tantos pueblos, ciudades y gentes que sufren, tantas guerras, tanto odio, tanta envidia, tanta mundanidad espiritual y tanta corrupción. ¡Sí, es verdad! ¡Pero todo eso caerá! Pidamos, pues, al Señor la gracia de estar preparados para el banquete que nos espera, con la cabeza siempre alta.