Homilía de la Misa en Santa Marta
En la Historia de la Iglesia siempre ha habido como dos tendencias: dar mucho y públicamente, porque hay una riqueza que se alimenta de ostentación y se goza en la vanidad; o dar lo poco que se tiene, sin llamar la atención, salvo a Dios, porque en Él lo confiamos todo. Así lo vemos en el episodio evangélico de la viuda que, a los ojos de Jesús, echaba dos reales —lo único que tenía— en el tesoro del templo, mientras que los ricos echaban grandes cantidades —para ellos superfluas— de lo que les sobra (cfr. Lc 21,1-4). Es la Iglesia tentada por la vanidad y la Iglesia pobre, que no debe tener otra riqueza que su Esposo, como esta humilde mujer del templo.
A mí me gusta ver en esa figura a la Iglesia que es, en cierto sentido, un poco viuda, porque espera a su Esposo que volverá. Pero también tiene a su Esposo en la Eucaristía, en la Palabra de Dios, en los pobres, sí: aunque ella sigue esperando a que vuelva, ¿verdad? Esa es la actitud de la Iglesia. Esa viuda no era importante, su nombre no aparece en los periódicos: nadie la conocía. No tenía doctorados ni nada. ¡Nada! No brillaba con luz propia. Y eso es lo que me lleva a ver en esa mujer la figura de la Iglesia. Porque la gran virtud de la Iglesia debe ser no brillar con luz propia, sino con la luz que viene precisamente de su Esposo. Y, a lo largo de los siglos, cuando la Iglesia ha querido tener luz propia, se ha equivocado.
Es verdad que algunas veces el Señor puede pedir a su Iglesia que tenga un poco de luz propia, pero se entiende que, si la misión de la Iglesia es iluminar a la humanidad, la luz que demos debe ser únicamente la recibida de Cristo, con actitud de humildad. Todos los servicios que hagamos en la Iglesia son para ayudarnos a recibir esa luz. Porque un servicio sin esa luz no va bien: hace que la Iglesia se vuelva o rica, o poderosa, o que busque el poder, o que equivoque el camino, como ha ocurrido tantas veces en la historia y como pasa también en nuestras vidas, cuando queremos tener otra luz, que no es precisamente la del Señor, sino luz propia.
Cuando la Iglesia es fiel a la esperanza y a su Esposo, se alegra de recibir la luz de Él, de ser, en ese sentido,
viuda en espera, como la luna, el sol que vendrá. Cuando la Iglesia es humilde, cuando la Iglesia es pobre, incluso cuando la Iglesia confiesa sus miserias —que todos tenemos— la Iglesia es fiel. La Iglesia dice:
¡Sí, yo soy oscura, pero la luz me viene de allí!, y eso nos hace mucho bien. Pues pidamos a esa viuda que está en el Cielo —seguro— que nos enseñe a ser Iglesia así, echando —de la vida— todo lo que tenemos: nada para nosotros. ¡Todo para el Señor y para el prójimo! Humildes, sin gloriarnos de tener luz propia, buscando siempre la luz que viene del Señor.