Homilía de la Misa en Santa Marta
El ciego Bartimeo representa la primera clase de personas que relata San Lucas en el Evangelio de hoy (cfr. Lc 18,35-43). Es un hombre que no cuenta para nada, pero que tenía deseos de salvación y, por eso, grita más fuerte que el muro de la indiferencia que lo rodea hasta que vence la apuesta y logra llamar a la puerta del corazón de Jesús. A este hombre se opone el círculo de los discípulos, que pretenden callarlo para evitar molestias, pero, haciendo eso, alejan al Señor de la periferia. La periferia no podía llegar al Señor porque ese círculo —con toda su buena voluntad— cerraba la puerta. Y esto pasa con frecuencia entre nosotros los creyentes. Cuando hemos encontrado al Señor, sin que nos demos cuenta, se crea un microclima eclesiástico. No solo los curas y los obispos; también los fieles: —¡Pero si nosotros somos los que estamos con el Señor! Sí, y de tanto mirar al Señor, no vemos sus necesidades: no vemos al Señor que tiene hambre, que tiene sed, que está en la cárcel o en el hospital. No podemos mirar a Jesús sin verlo en el pobre que pide ayuda, en el marginado que da asco. Es la tentación que la Iglesia vive en toda época, la de encerrarse, en vez de abrir las puertas a los socialmente excluidos. Y ese clima hace mucho daño.
Luego está, como decimos, el grupo de los que se sienten selectos —somos los elegidos, estamos con el Señor— y que naturalmente quiere conservar ese pequeño mundo, alejando a quien moleste al Señor, incluso a los niños. Habían olvidado, habían abandonado su primer amor (cfr. Ap 2,4). Cuando en la Iglesia, los fieles, los ministros, se vuelven un grupo así…, no eclesial, sino eclesiástico, de privilegio por cercanía al Señor, tienen la tentación de olvidar el primer amor, aquel amor tan bonito que todos tuvimos cuando el Señor nos llamó, nos salvó y nos dijo: —¡Te quiero tanto! Es la tentación de los discípulos: olvidar el primer amor, es decir, olvidarse de las periferias, donde estaba yo antes, aunque me dé vergüenza admitirlo.
Y luego está el tercer grupo de la escena: el pueblo sencillo, ese que alaba a Dios por la curación del ciego. Cuantas veces encontramos gente sencilla —esas viejecitas que van andando, con sacrificio, a rezar a un santuario de la Virgen. Y no piden privilegios; solo piden la gracia. Es el pueblo fiel que sabe seguir al Señor sin pedir ningún privilegio, que es capaz de perder el tiempo con el Señor y, sobre todo, que no se olvida de la Iglesia marginada de los niños, de los enfermos, de los encarcelados… Pidamos al Señor que nosotros, que tenemos la gracia de haber sido llamados, nunca jamás nos alejemos de esa Iglesia; que no entremos nunca en ese microclima de discípulos eclesiásticos, privilegiados, que se alejan de la Iglesia de Dios que sufre, que pide salvación, que pide fe, que pide la Palabra de Dios. Pidamos la gracia de ser pueblo fiel de Dios, sin pedir al Señor ningún privilegio que nos aleje del pueblo de Dios.