Homilía de la Misa en Santa Marta
Un hombre dio una gran fiesta, pero los invitados buscaron excusas para no ir (cfr. Lc 14,15-24), acabamos de escuchar en el Evangelio, donde el Señor nos propone una parábola que nos hace pensar porqué a todos nos gusta ir a de fiesta y ser invitados. Pero, en este banquete había algo que a tres invitados, que son un ejemplo de muchos, no les gustaba. Uno dice que tiene que vender su campo, tiene ganas de verlo para sentirse un poco más poderoso, la vanidad, el orgullo, el poder, y prefiere eso antes que quedarse sentado como uno más. Otro ha comprado cinco bueyes, así que está concentrado en sus negocios y no quiere perder el tiempo con otra gente. Y el último, finalmente, se excusa diciendo que se acaba de casar y no quiere llevar a la esposa a la fiesta. No, porque quería el cariño para él solo: el egoísmo. Al final, los tres tienen una preferencia por sí mismos, y no para compartir una fiesta: ¡no saben lo que es una fiesta! Siempre está el interés, lo que Jesús explicó como “la recompensa”. Si la invitación hubiera sido, por ejemplo: Venid, que tengo dos o tres amigos negociantes que vienen de otro país, y podemos algo hacer juntos, seguramente ninguna se habría excusado. Pero lo que les asusta era la gratuidad. Ser uno como los demás, ahí en medio… Precisamente el egoísmo, estar en el centro de todo… Es tan difícil escuchar la voz de Jesús, la voz de Dios, cuando uno gira en torno a sí mismo: no tiene horizonte, porque el horizonte es él mismo. Y detrás de eso hay otra cosa, más profunda: está el miedo de la gratuidad. Tenemos miedo de la gratuidad de Dios. ¡Es tan grande, que nos da miedo!
Esto pasa porque las experiencias de la vida, muchas veces nos han hecho sufrir, como a los discípulos de Emaús, que se alejan de Jerusalén, y a Tomás, que quiere tocar para creer. “Cuando se ofrece tanto, –dice el refrán– sospecha hasta el santo”, porque la gratuidad es mucha. Y cuando Dios nos ofrece un banquete así, pensamos que es mejor no inmiscuirse. Estamos más seguros en nuestros pecados, en nuestras limitaciones, en nuestra casa. Pero, ¿salir de casa para ir al convite de Dios, a la casa de Dios, con los demás? ¡No! Me da miedo. Y todos los cristianos tenemos ese miedo: escondido, dentro..., ¡pero no tanto! ¡Católicos, pero no tanto! ¡Confiados en el Señor, pero no tanto! Y ese “no tanto” marca nuestra vida, nos hace pequeños, nos empequeñece.
Una cosa que me hace pensar es que, cuando el siervo cuenta todo esto a su amo, el dueño se airó porque había sido despreciado. Y manda llamar a todos los pobres, cojos…, de las plazas y calles de la ciudad. El Señor pide al siervo que obligue a las personas a entrar en la fiesta. ¡Cuántas veces el Señor tiene que hacer eso con nosotros! Con las pruebas, muchas pruebas.
Oblígalos, porque la fiesta se hará. La gratuidad. Obliga a aquel corazón, a aquella alma a creer que hay gratuidad en Dios, que el don de Dios es gratis, que la salvación no se compra: es un gran regalo del amor de Dios, ¡el regalo más grande! Esa es la gratuidad. Y nosotros tenemos un poco de miedo y, por eso, pensamos que la santidad se hará con nuestras cosas y, a la larga, ¡nos convertimos un poco en pelagianos! La santidad, la salvación es gratuidad. Jesús pagó la fiesta con su humillación
hasta la muerte, y muerte de Cruz (Flp 2,8). Y esa es la gran gratuidad. Cuando miramos el Crucifijo, pensamos que esa es la entrada a la fiesta.
¡Sí, Señor, soy pecador, tengo tantas cosas, pero te miro a Ti y voy a la fiesta del Padre! ¡Me fio! ¡No quedaré defraudado, porque Tú has pagado todo! Hoy la Iglesia nos pide que no tengamos miedo de la gratuidad de Dios. Solo tenemos que abrir el corazón y dejar de lado todo lo que tenemos, porque la gran fiesta la hará Él.