Homilía de la Misa en Santa Marta
Como acabamos de escuchar en la Carta de San Pablo a los Filipenses (2,1-4), la alegría de un obispo es la de ver en su Iglesia amor, unidad y concordia. Esa armonía es una gracia que la hace el Espíritu Santo, pero nosotros debemos hacer todo lo posible por nuestra parte para ayudar al Espíritu Santo a realizar esa armonía en la Iglesia. Por eso, San Pablo invita a los Filipenses a no hacer nada por rivalidad o vanagloria, ni a luchar uno contra otro, ni para hacerse ver, para darse aires de ser mejor que los demás. Se ve que no es algo de nuestro tiempo, sino que viene de lejos. ¡Cuántas veces, en nuestras instituciones, en la Iglesia, en las parroquias, por ejemplo, en los colegios, encontramos esto! ¿Verdad? La rivalidad, el hacerse ver, la vanagloria. Se ve que son dos carcomas que se comen la consistencia de la Iglesia, la hacen débil. La rivalidad y la vanagloria van contra la armonía y la concordia.
En vez de rivalidad y vanagloria, ¿qué aconseja Pablo? Que cada uno, con toda humildad —¿qué hay que hacer con humildad?— considere a los demás superiores a sí mismo. Él se sentía así, y se califica no digno de ser llamado apóstol (1Cor 15,9), el último. ¡Cómo se humilla! Ese era su sentimiento: pensar que los otros eran superiores a él.
Para san Martín de Porres, humilde fraile dominico, cuya memoria celebra hoy la Iglesia, su espiritualidad estaba en el servicio, porque sentía que todos los demás, incluso los más grandes pecadores, eran superiores a él. Lo sentía de verdad. San Pablo, además, exhorta a cada uno a no buscar su propio interés. Buscar el bien del otro. Servir a los demás. Esa es la alegría de un obispo, cuando ve su Iglesia así: un mismo sentir, la misma caridad, manteniéndonos unánimes y concordes. Ese es el aire que Jesús quiere en la Iglesia. Se pueden tener opiniones distintas, está bien, pero siempre dentro de este aire, de esta atmósfera de humildad, caridad, sin despreciar a nadie.
Es feo cuando, en las instituciones de la Iglesia, de una diócesis, vemos en las parroquias gente que busca su interés, no el servicio, no el amor. Y esto es lo que Jesús nos dice en el Evangelio de hoy (Lc 14,12-14): no buscar el propio interés, no ir buscando recompensa. —Es que, como te hice ese favor, ahora tú me haces este. Es la parábola de invitar a cenar a los que no pueden corresponderte con nada: la gratuidad. Cuando en una Iglesia hay armonía y unidad, no se busca el propio interés, sino que hay esa actitud de gratuidad. ¡Hago el bien, no un negocio con el bien!
Podemos hacer examen de conciencia: ¿Cómo es mi parroquia o mi comunidad? ¿Tiene ese espíritu? ¿Cómo es mi institución? Ese espíritu de sentimientos de amor, de unidad, de concordia, sin rivalidad ni vanagloria, con la humildad de pensar que los demás son superiores a nosotros, en la parroquia, en la comunidad… ¡A lo mejor encontramos que hay algo que mejorar! Yo hoy, ¿cómo puedo mejorar esto?