Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
Personas que saben esperar y, durante la espera, cultivan una sólida esperanza. Esos son los cristianos, un pueblo ungido por Jesús, por encima de cualquier enemistad, servido por Él y dotado de un nombre. En el Evangelio de San Lucas (12,35-38), Cristo habla a los discípulos comparándose al dueño que vuelve de madrugada de la fiesta de bodas, y llama bienaventurados a los siervos que lo esperan despiertos y con las lámparas encendidas. En la escena siguiente, Jesús se hace siervo de sus siervos y les sirve la comida en la mesa (cfr Lc 12,37).
El primer servicio que el Maestro hace a los cristianos es darles la identidad. Nosotros, sin Cristo, no tenemos identidad. Y esto conecta con las palabras de la Carta de Pablo a los Efesios, recordándoles cuando eran paganos, aquel tiempo en que estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel (Ef 2,12). Lo que vino a hacer Jesús con nosotros es darnos la ciudadanía, la pertenencia a un pueblo, un nombre y un apellido. Así, de enemigos sin paz, Cristo nos reunió con su sangre (cfr Ef 2,13), derribando el muro de separación que nos divide (Ef 2, 14). Todos sabemos que cuando no estamos en paz con las personas, hay una pared, un muro que nos divide. Pero Jesús nos ofrece su ayuda para destruir ese muro y que podamos encontrarnos.
Porque si estamos divididos, no somos amigos: somos enemigos. Por eso Jesús hizo mucho más: nos reconcilió con Dios. Así, de enemigos pasamos a amigos; de extraños a hijos; de gente de la calle, de personas que ni siquiera estaban invitadas, a conciudadanos de los santos y familiares de Dios (Ef 2,19), por decirlo de nuevo como San Pablo. Eso es lo que hizo Jesús con su venida.
Y ¿cuál es la condición? Esperarlo, esperarlo como los siervos a su amo. Esperar a Jesús. El que no espera a Jesús, le cierra la puerta, no lo deja realizar esa labor de paz, de comunidad, de ciudadanía, de nombre. Nos da un nombre. Nos hace hijos de Dios. Esa es la actitud para esperar a Jesús, que forma parte de la esperanza cristiana. El cristiano es un hombre o una mujer de esperanza. Sabe que el Señor vendrá. ¡Vendrá de verdad! No sabemos la hora, como aquellos siervos, no sabemos la hora, pero vendrá, vendrá a buscarnos, y no para encontrarnos aislados, enemigos: ¡no! A encontrarnos como Él nos hizo con su servicio: amigos cercanos, en paz.
Y surge otra pregunta que el cristiano puede plantearse: ¿Cómo espero a Jesús? Y antes aún: ¿Lo espero o no lo espero? ¿Creo, con esperanza, que vendrá? ¿Tengo el corazón abierto para oír el ruido cuando llame a la puerta (cfr Lc 12,36), cuando abra la puerta? El cristiano es un hombre o una mujer que sabe esperar a Jesús y, por eso, es hombre o mujer de esperanza. En cambio el pagano —y muchas veces los cristianos nos comportamos como paganos— se olvida de Jesús, piensa en sí mismo, en sus cosas, y no espera a Jesús. El egoísta pagano hace como si fuese un dios: ¡Yo me apaño solo! Y eso acaba mal, acaba sin nombre, sin cercanía, sin ciudadanía.