Homilía de la Misa en Santa Marta
El único deseo de Dios es di salvar la humanidad, pero el problema es que es a menudo el hombre el que quiere dictar las reglas de la salvación. Es la paradoja dramática de tantas páginas de la Biblia que llega a su culmen en la vida terrena de Cristo. En el Evangelio de hoy, Jesús expresa todo su disgusto al verse acosado por su misma gente, por las ciudades que dan la espalda a su mensaje. Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras —advierte a Corozaín y Betsaida—, hace tiempo que se habrían convertido (Lc 10,13). En esta severa y amarga comparación, se resume toda la historia de la salvación. Igual que rechazaron y mataron a los profetas anteriores a él —porque resultaban incómodos—, ahora hacen lo mismo con Jesús. Es el drama de la resistencia a ser salvados, incitado por los jefes del pueblo.
Es precisamente la clase dirigente la que cierra las puertas al modo con el que Dios quiere salvarnos. Y así se entienden los fuertes diálogos de Jesús con la clase dirigente de su tiempo: discuten, lo ponen a prueba, le tienden trampas para ver si cae, porque se resisten a ser salvados. Jesús les dice: ¡No os entiendo! Sois como aquellos niños: os hemos tocado la flauta u no habéis bailado; os hemos cantado un lamento y no habéis llorado (Lc 11,17). ¿Qué queréis? ¡Queremos hacer la salvación a nuestro modo! Es siempre la cerrazón al modo de Dios.
Una actitud distinta a la del pueblo creyente, que entiende y acepta la salvación traída por Jesús. Salvación que, en cambio, para los jefes del pueblo se reduce en sustancia al cumplimiento de los 613 preceptos creados por su fiebre intelectual y teológica. Esos no creen ni en la misericordia ni en el perdón: creen en los sacrificios. Misericordia quiero y no sacrificio (Mt 9,13). Creen en todo ordenado, muy bien puesto, todo claro. Es el drama de la resistencia a la salvación.
También nosotros, cada uno, lleva ese drama dentro. Por eso, nos vendrá bien preguntarnos: ¿Cómo quiero yo ser salvado? ¿A mi modo? ¿Al modo de una espiritualidad, que es buena, que me hace bien, pero que es fija, que lo tiene todo claro y no corre riesgos? ¿O al modo divino, es decir, por el camino de Jesús, que siempre nos sorprende, que siempre nos abre las puertas al misterio de la Omnipotencia de Dios, que es la misericordia y el perdón?
Nos vendrá bien pensar que ese drama está en nuestro corazón. Pensad si se confundiera libertad con autonomía, si eligiéramos la salvación que consideremos mejor. ¿Creo que Jesús es el Maestro que nos enseña la salvación, o voy por ahí contratando gurús que me enseñen otro camino más seguro, o me refugio bajo el paraguas de las prescripciones y de tantos mandamientos hechos por los hombres? ¿Así me siento seguro y con esa seguridad —es un poco duro decir esto— compro mi salvación, la que Jesús da gratuitamente con la gratuidad de Dios? Sí, nos vendrá bien hacernos esas preguntas. Y la última: ¿me resisto a la salvación de Jesús?