Homilía de la Misa en Santa Marta
La liturgia del día presenta el Evangelio (Lc 7,36-50) de la pecadora que lava los pies de Jesús con sus lágrimas y los enjuga con perfume, secándolos con sus cabellos. Jesús es invitado a casa de un fariseo, una persona de cierto nivel, de cultura, que quería escuchar a Jesús, su doctrina, saber más. Pero juzga interiormente tanto a la pecadora como a Jesús, porque si fuera un profeta sabría quién y qué es la mujer que lo toca (Lc 7,39). No era malo, pero no logra entender el gesto de la mujer. No es capaz de comprender los gestos elementales de la gente. Quizá ese hombre había olvidado cómo se acaricia a un niño, cómo se consuela a una abuela. En sus teorías, en sus pensamientos, en su vida de gobierno —porque a lo mejor era consejero de los fariseos— había olvidado los gestos elementales de la vida, los primeros gestos que todos, recién nacidos, empezamos a recibir de nuestros padres.
Jesús reprende al fariseo con humildad y ternura. Su paciencia, su amor, las ganas de salvar a todos, le lleva a explicarle lo que ha hecho la mujer y los gestos de cortesía que él no ha tenido. Y, entre el murmullo escandalizado de todos, dice a la mujer: Tus pecados son perdonados (Lc 7,48). Vete en paz, tu fe te ha salvado (Lc 7,50).
La palabra salvación —tu fe te ha salvado— se la dice solo a la mujer, que es pecadora. Y se lo dice porque ha sido capaz de llorar por sus pecados, de confesarlos, de decir “soy una pecadora”, y decírselo a sí misma. No dice esa palabra [salvación] a la gente, que no era mala: no se creían pecadores. Los pecadores eran los demás: los publicanos, las prostitutas… Esos sí eran pecadores. Jesús dice esa palabra —estás salvado, estás salvada, te has salvado— solamente a quien sabe abrir el corazón y reconocerse pecador. La salvación solo entra en el corazón cuando lo abrimos a la verdad de nuestros pecados.
El lugar privilegiado del encuentro con Jesucristo son los propios pecados. Parece una herejía, pero lo decía también San Pablo, que se gloriaba solo de dos cosas: de sus pecados y de Cristo Resucitado que lo ha salvado (cfr. Gal 6,14). Por eso, reconocer los pecados, reconocer nuestra miseria, reconocer lo que somos y lo que somos capaces de hacer o hemos hecho, es precisamente la puerta que se abre a la caricia de Jesús, al perdón de Jesús, a la Palabra de Jesús: Vete en paz, tu fe te ha salvado, porque has sido valiente para abrir tu corazón al único que puede salvarte.
Jesús dice a los hipócritas: las prostitutas y los publicanos os precederán en el Reino de los Cielos (Mt 21,31). ¡Es fuerte eso! Porque los que se sienten pecadores abren su corazón en la confesión de los pecados, en el encuentro con Jesús, que derramó su sangre por todos.