Homilía de la Misa en Santa Marta
La Liturgia, después de mostrarnos ayer la Cruz gloriosa, nos hace ver a la Madre humilde y mansa. En la Carta a los Hebreos, Pablo subraya tres palabras fuertes: dice que Jesús aprendió, obedeció y padeció. Es lo contrario de lo que le pasó a nuestro padre Adán, que no quiso aprender lo que el Señor le mandaba, ni quiso padecer, ni obedecer. Jesús, en cambio, a pesar de ser Dios, se anonadó, se humilló a sí mismo haciéndose siervo. Esa es la gloria de la Cruz de Jesús.
Jesús vino al mundo para aprender a ser hombre y, siendo hombre, caminar con los hombres. Vino al mundo para obedecer, y obedeció. Y la obediencia la aprendió del sufrimiento. Adán salió del Paraíso con una promesa, promesa que duró tantos siglos. Hoy, con la obediencia, con el anonadarse y humillarse de Jesús, aquella promesa se convierte en esperanza. Y el pueblo de Dios puede caminar con segura esperanza. También la Madre, nueva Eva como el mismo Pablo la llama, participa del camino del Hijo: aprendió, sufrió y obedeció. Y se convierte en Madre.
El Evangelio nos muestra a María al pie de la Cruz. Jesús dice a Juan: Ahí tienes a tu madre (Jn 19,27). María es ungida como Madre. Y esa es nuestra esperanza. No estamos huérfanos, tenemos Madres: la Madre María y la Iglesia Madre, ya que también la Iglesia es ungida como Madre cuando recorre el mismo camino que Jesús y María, el camino de la obediencia y del sufrimiento, y cuando tiene la disposición de aprender continuamente el camino del Señor. Esas dos mujeres –María y la Iglesia– llevan adelante la esperanza que es Cristo, nos dan a Cristo, engendran a Cristo en nosotros. Sin María, no habría Jesucristo; sin la Iglesia, non podemos avanzar.
Dos mujeres y dos Madres y, junto a ellas, nuestra alma que, como decía el moje Isaac, abad de Stella,
es femenina y se parece a María y a la Iglesia. Hoy, viendo junto a la Cruz a esa mujer, firmísima en seguir a su Hijo en el sufrimiento para aprender la obediencia, mirándola vemos a la Iglesia y vemos a nuestra Madre. Y también vemos nuestra pequeña alma que nunca se perderá si sigue siendo también una mujer cercana a esas dos grandes mujeres que nos acompañan en la vida: María y la Iglesia. Y, como del Paraíso salieron nuestros Padres con una promesa, hoy podemos seguir adelante con una esperanza: la esperanza que nos da nuestra Madre María, firmísima junto a la Cruz, y nuestra Santa Madre Iglesia jerárquica.