Homilía de la Misa en Santa Marta
Cuando leemos el Génesis, existe el peligro de pensar que Dios era como un mago que creaba las cosas con una barita mágica. Pero no fue así, porque Dios hizo las cosas y les dio unas leyes internas a cada una, para que se realizasen y llegasen a la plenitud. A las cosas del universo el Señor les dio autonomía, pero no independencia. ¡Porque Dios no es mago, es creador! Cuando al sexto día, en ese relato, llega la creación del hombre, le da otra autonomía, un poco distinta, pero no independiente: la autonomía de la libertad. Y le dice al hombre que construya su historia, haciéndole responsable de la creación, hasta dominando lo creado, para que lo saque adelante, y llegue así a la plenitud de los tiempos.
¿Cuál era esa plenitud de los tiempos? Lo que Dios tenía en su corazón: la llegada de su Hijo. Porque como dijo San Pablo, Dios nos predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo (cfr. Rm 8,29). Y ese es el camino de la humanidad, el camino del hombre. Dios quería que fuésemos como su Hijo y que su Hijo fuese como nosotros. Por eso se lee hoy el Evangelio de la genealogía de Jesús. En esa lista hay santos y pecadores, pero la historia continúa, porque Dios quiso que los hombres fueran libres. Y, si es verdad que cuando el hombre usa mal su libertad, Dios lo expulsa del Paraíso, también le hizo una promesa, y el hombre salió del Paraíso con esperanza. ¡Pecador, pero con esperanza! Y el camino no lo hace solo: Dios camina con él. Porque Dios tomó una opción: decidió optar por el tiempo, y no por el momento. Es el Dios del tiempo, el Dios de la historia, el Dios que camina con sus hijos. Y eso, hasta la plenitud de los tiempos, cuando su Hijo se hace hombre. Dios camina con justos y pecadores, con todos, para llegar al encuentro definitivo del hombre con Él.
El Evangelio acaba esa historia de siglos con algo pequeño, en un pueblecito, con José y María. El Dios de la gran historia está también en la pequeña historia, porque quiere caminar con cada uno. Decía Santo Tomás que no nos asustemos de las cosas grandes, pero que tengamos también en cuenta las pequeñas; y eso es divino. Así es Dios: está en las cosas grandes y en las pequeñas. El Señor, que camina con Dios, es también el Señor de la paciencia. La paciencia de Dios, la que tuvo con todas esas generaciones. Con todas esas personas que vivieron su historia de gracia y pecado, Dios es paciente. Dios camina con nosotros, porque quiere que todos lleguemos a ser conformes a la imagen de su Hijo. Y desde el momento que nos dio la libertad en la creación —no la independencia— hasta hoy sigue caminando con nosotros. Y así llegamos a María. Hoy estamos en la antecámara de esa historia: el nacimiento de la Virgen.
Pedimos en la oración que nos dé el Señor unidad para caminar juntos y con paz en el corazón. Es la gracia de hoy. Hoy podemos mirar a la Virgen, pequeñina, santa, sin pecado, pura, escogida para ser la Madre de Dios, y mirar también la historia que hay detrás, tan larga, de siglos, y preguntarnos: ¿Cómo camino yo en mi historia? ¿Dejo que Dios camine conmigo o quiero caminar solo? ¿Le dejo que me acaricie, que me ayude, que me perdone, que me lleve adelante para lograr el encuentro con Jesucristo? Ese será el final de nuestro camino: encontrarnos con el Señor. Esta pregunta nos hará bien hoy: ¿Dejo que Dios tenga paciencia conmigo? Y así, mirando la historia grande y también el pequeño pueblo, podemos alabar al Señor y pedir humildemente que nos dé la paz, esa paz del corazón que solo Él nos puede dar, y que solo nos da cuando le dejamos caminar con nosotros.