Hoy queremos detenernos en un don del Espíritu Santo que muchas veces se entiende o se considera de modo superficial, y que, en cambio, afecta al corazón de nuestra identidad y nuestra vida cristiana: se trata del don de piedad.
Hay que aclarar enseguida que este don no se identifica con tener compasión de alguien, tener piedad del prójimo, sino que indica nuestra pertenencia a Dios y nuestro profundo vínculo con Él, un vínculo que da sentido a toda nuestra vida y nos mantiene firmes, en comunión con Él, incluso en los momentos más difíciles y agitados. Este vínculo con el Señor no se debe entender como un deber o una imposición. Es un vínculo que viene de dentro. Se trata de una relación vivida con el corazón: es nuestra amistad con Dios, la que nos da Jesús, una amistad que cambia nuestra vida y nos llena de entusiasmo, de alegría.
Por eso, el don de piedad suscita en nosotros ante todo la gratitud y la alabanza. Ese es el motivo y el sentido más auténtico de nuestro culto y de nuestra adoración. Cuando el Espíritu Santo nos hace percibir la presencia del Señor y todo su amor por nosotros, nos enciende el corazón y nos mueve casi naturalmente a la oración y a la celebración. Piedad, pues, es sinónimo de auténtico espíritu religioso, de confianza filial con Dios, de esa capacidad de rezarle con amor y sencillez que es propia de las personas humildes de corazón.
Si el don de piedad nos hace crecer en la relación y en la comunión con Dios y nos lleva a vivir como hijos suyos, al mismo tiempo nos ayuda a derramar ese amor también a los demás y a reconocerlos como hermanos. Y entonces sí que seremos movidos por sentimientos de piedad —¡no de pietismo!— en relación con quien está a nuestro lado y con quienes encontramos cada día. ¿Por qué digo no de pietismo? Porque algunos piensan que tener piedad es cerrar los ojos, poner cara de estampita, parecer como un santo. En piamontés decimos: “fare la mugna quacia” [1]. Eso no es el don de piedad. El don de piedad significa ser capaces de gozar con quien goza, de llorar con quien llora, de estar al lado de quien está solo o angustiado, de corregir al que está en el error, de consolar al afligido, de acoger y socorrer al que tienen necesidad. Hay un trato muy estrecho entre el don de piedad y el de la mansedumbre: el don de piedad que nos da el Espíritu Santo nos hace mansos, tranquilos, pacientes, en paz con Dios: al servicio de los demás con mansedumbre.
Queridos amigos, en la Carta a los Romanos el apóstol Pablo afirma: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el miedo, sino que habéis recibido el Espíritu de hijos adoptivos, por el que clamamos: “Abbà! Padre!”» (Rm 8,14-15). Pidamos al Señor que el don de su Espíritu pueda vencer nuestro temor, nuestras incertidumbres, y también nuestro espíritu inquieto, impaciente, y pueda hacernos testigos gozosos de Dios y de su amor, adorando al Señor en verdad y en el servicio al prójimo, con mansedumbre y con la sonrisa que el Espíritu Santo nos da siempre con la alegría. Que el Espíritu Santo nos dé a todos este don de piedad.
[1] No he encontrado el significado, pero creo que va en la línea de parecer un santurrón… (N del T).