Jesús, antes de irse al cielo, habló de muchas cosas, pero siempre se detiene en tres palabras clave: Paz, amor y alegría. Sobre la paz nos dijo que no nos da la paz como la da el mundo, sino una paz para siempre. Sobre el amor dijo muchas veces que el mandamiento era amar a Dios y amar al prójimo, e hizo casi un protocolo, en Mateo 25, sobre el que todos seremos juzgados. En el Evangelio de hoy, Jesús dice una cosa nueva sobre el amor: ‘permaneced en mi amor’.
La vocación cristiana es eso: permanecer en el amor de Dios, es decir, respirar de ese oxígeno, vivir de ese aire. Permanecer en el amor de Dios. Y con eso termina su discurso sobre el amor, y sigue adelante. Pero, ¿cómo es su amor? ‘Como el Padre me ha amado, así os he amado Yo’. Es, pues, un amor que viene del Padre. El trato de amor entre Él y su Padre es también trato de amor entre Él y nosotros. Y nos pide que permanezcamos en ese amor que viene del Padre.
Así pues, nos da una paz que no da el mundo, y un amor que no viene del mundo, sino del Padre. ‘Permaneced en mi amor’. Y la señal de que permanecemos en el amor de Jesús es guardar los mandamientos. No basta seguirlos. Además, cuando permanecemos en el amor, los mandamientos salen solos, fruto de ese amor. Se podría decir que el amor nos lleva a cumplir los mandamientos de manera natural. O bien, que la raíz del amor florece en los mandamientos, que son como el hilo conductor de una cadena: el Padre, Jesús y nosotros.
Y finalmente, la alegría, que es como la señal del cristiano. Un cristiano sin alegría o no es cristiano o está enfermo. ¡No hay más! Su salud no está bien, su salud cristiana. Una vez dije que hay cristianos con cara de pepinillos en vinagre… ¡Siempre con la cara así! ¡Hasta el alma la tienen así! ¡Qué feo! Esos no son cristianos. Un cristiano sin alegría no es cristiano. La alegría es como el sello del cristiano. También en los dolores, en las tribulaciones, y hasta en las persecuciones.
De los primeros mártires se decía que iban al martirio como si fuesen a una boda. Esa es la alegría del cristiano, que protege la paz y el amor. Paz, amor y alegría, son las tres palabras que Jesús nos deja. Pero, ¿quien da esa paz, ese amor y esa alegría? ¡El Espíritu Santo! ¡El gran olvidado de nuestra vida! Me dan ganas de preguntaros —pero no lo haré, ¡tranquilos!—: ¿Cuántos de vosotros rezáis al Espíritu Santo? ¡No levantéis la mano! ¡Es el gran olvidado, el gran olvidado! Pues Él es el don, el don que nos da la paz, que nos enseña a amar y que nos llena de alegría. En la oración de la Misa hemos pedido al Señor: ‘Protege tu don’. Hemos pedido la gracia de que el Señor conserve el Espíritu Santo en nosotros.
Pues que el Señor nos dé esa gracia: conservar siempre al Espíritu Santo en nosotros, ese Espíritu que nos enseña a amar, nos llena de alegría y nos da la paz.